En el mundo actual no hay asunto más divisivo y politizado que la desigualdad. La desigualdad ha provisto interminable gasolina retórica a políticos y activistas, convertido a Piketty en una celebridad internacional y desatado innumerables movimientos de “ocupación” en el mundo. Lo que no es obvio es que el énfasis en la desigualdad resuelva el problema.
Nadie puede disputar el hecho de que hay desigualdad pero el problema de esencia es la pobreza, no la desigualdad. “Los pobres sufren porque no tienen lo necesario, dice Harry Frankfurt, no porque otros tengan más y algunos demasiado”. ¿Por qué entonces no preocuparnos más por los pobres que por los ricos?
William Watson argumenta que enfocarse en la desigualdad constituye un error, pero sobre todo una trampa: un error porque la desigualdad es la consecuencia de recompensar la creación de riqueza, la innovación, el ahorro y la creatividad. Pero es una trampa porque nos lleva a obsesionarnos con la cima de la distribución del ingreso en lugar de fijarnos en quienes se encuentran en el fondo de la pirámide. En otras palabras, combatir la desigualdad –y, por lo tanto, el capitalismo- llevaría a un empobrecimiento generalizado sin jamás disminuir la desigualdad*.
La desigualdad es un efecto del sistema económico que premia y recompensa la creatividad y la innovación, inevitablemente generando diferencias de ingreso en el proceso. El problema en países como México es que hay otros elementos que impactan el resultado y que nos diferencian de sociedades que, aunque con altos niveles de desigualdad, no tienen pobreza. Por ejemplo, el uso político del sistema educativo (creado menos para enseñar que para controlar a la población) ha tenido la consecuencia de sesgar el resultado, creando una población mayoritaria con poca capacidad de desarrollarse en la economía moderna y una minoría que cuenta con infinitas posibilidades de asir oportunidades. Lo mismo se puede decir de las concesiones gubernamentales que favorecen la concentración sobre la competencia o los sistemas de permisos (como los de importación) que son fuente interminable de corrupción. Si a eso se agrega una total impunidad, los ingredientes de la pobreza y desigualdad acaban siendo incontenibles.
Si uno sólo quiere ver la desigualdad y se atora ahí, la solución se torna evidente. Igual que con el proverbial ejemplo del señor que, por tener un martillo en la mano cree que todo lo que hay que hacer es meter clavos en la pared, quienes se obsesionan con la desigualdad realmente tienen una agenda más profunda y relevante, que es la de minar el capitalismo y acumular más fondos para uso de la burocracia.
En la discusión sobre la desigualdad lo crucial es definir si se está hablando de un problema o de un instrumento. La desigualdad como instrumento retórico es sumamente útil para impulsar carreras políticas, pero no conduce a una solución del problema e, incluso, podría hacerla más difícil; la desigualdad como objetivo de la acción social y gubernamental obliga a definir prioridades que deben ser atendidas por la política pública.
Si uno observa los distintos momentos de los programas de combate a la pobreza que, desde los setenta, han sido bandera de sucesivos gobiernos, es clara la tensión entre estas dos formas de entender tanto a la pobreza como a la acción gubernamental. Programas desde IMSS-Complamar hasta Solidaridad, y más recientemente Prospera, siguen una lógica política que, aunque sin duda procura atenuar la pobreza, tienen un claro sentido clientelar con fines electorales y de control político. Por su parte, programas como Progresa y Oportunidades seguían una lógica técnica sin beneficio clientelar o electoral. La pregunta se torna evidente: ¿instrumento político o problema a ser resuelto?
La desigualdad, sobre todo tan acusada como la que existe en México, tiene un origen complejo y no puede resolverse meramente con política fiscal. De hecho, la noción de elevar impuestos a unos para redistribuirlos a otros siempre ha tenido el resultado de disminuir el crecimiento (porque desincentiva la inversión) sin beneficiar a los más pobres, porque la burocracia no es eficiente en la distribución de esos beneficios y, quizá más importante, porque existe todo un entramado institucional que de hecho promueve la pobreza. El ejemplo de la reforma fiscal de hace dos años es por demás elocuente: afectó el consumo de los pobres y disminuyó la inversión de los ricos.
Atacar la pobreza es el gran reto del país y no hay muchas formas de hacerlo. La más obvia es logrando altas tasas de crecimiento económico en un contexto de mucho mayor competencia a la que estamos acostumbrados, en adición a un viraje radical en políticas públicas que son clave para los pobres, particularmente la educación. Para que esto se logre tenemos que avanzar en una dirección casi opuesta a la que ha caracterizado al país: tenemos que liberalizar más, hacer competitivo al sistema impositivo, crear condiciones que hagan atractiva la inversión productiva (comenzando por la ausencia de instituciones que contengan al poder político) y eliminar los sesgos que favorecen a ciertas personas, burocracias, empresas y grupos sobre otros. Una receta como esta podría preservar la desigualdad pero tendría el efecto de disminuir drásticamente la pobreza no con dádivas sino con oportunidades de empleo productivo.
Por supuesto, es más fácil vender la desigualdad como proyecto político, pero eso no resuelve nada.
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