La difícil productividad

¿Cómo podemos impulsar la productividad en México?

De las pocas cosas en que no hay disputa entre políticos y economistas es en el vínculo entre productividad y crecimiento económico. En consecuencia, parecería evidente que todo el esfuerzo nacional debiera concentrarse en elevar la productividad. Lamentablemente ha sido mucho más fácil determinar el problema que resolverlo.

Dos estudios recientes ilustran tanto la naturaleza y dimensión del problema como una posible respuesta para nuestra propia realidad. Primero, en su reporte anual, el Council of Economic Advisers se aboca a estudiar el problema económico que más afecta a la política de EUA, el asunto que se ha convertido en mantra de la política norteamericana -el deterioro del ingreso de la clase media- y a explicar qué le hubiera pasado a ésta si las tasas de crecimiento de la productividad en su era de oro (1945-1973) hubieran persistido. Su conclusión es que el ingreso medio se hubiera duplicado.

Aunque las circunstancias son otras, la historia es similar en México: la economía experimentó elevadas tasas de crecimiento en la era de la postguerra que se disiparon a partir de 1965, año en que la productividad del campo comenzó a declinar, esencialmente porque dejó de haber tierra que repartir. 1965 fue el último año en que México exportó maíz, iniciando una era de crecientes déficit en la balanza de pagos. Por casi tres décadas, el país importó maquinaria e insumos para el desarrollo interno, financiando esas importaciones con la exportación de minerales y granos. Cuando ese binomio deja de ser funcional, el país entró en la era de las crisis provocadas por políticos convencidos que más gasto resuelve todos los problemas.

¿Por qué el TLC no logró esto?

La solución que el país requería yace en eso que los economistas siempre han sabido: la productividad. Fue hasta la segunda mitad de los ochenta, luego de varias crisis financieras y políticas, que finalmente se comienza a avanzar hacia un esquema económico que, se confiaba, incentivaría el crecimiento de la productividad. Esa fue la lógica de la apertura a las importaciones y, eventualmente, la negociación del TLC norteamericano. El objetivo de la estrategia de liberalización era simple y llano: utilizar a la inversión privada y a las importaciones para someter a la economía mexicana a la competencia y obligarla a elevar la productividad, que no es otra cosa que hacer más con menos. La presunción era que una mayor inversión privada en un contexto competitivo atraería mejor tecnología, incentivaría la especialización de la planta productiva y generaría fuentes nuevas de crecimiento.

Como tantas otras cosas en nuestro país, la liberalización económica fue ambiciosa pero insuficiente. Se hizo lo necesario pero no todo lo que se requería para lograr el objetivo. Todavía hoy, treinta años después, subsiste una planta productiva anquilosada y vieja que se rehúsa a adaptarse y que, protegida por sucesivos gobiernos y un conjunto de mecanismos de protección tanto formales como informales, le resta crecimiento y productividad a la economía en su conjunto.

¿Qué avances hubo gracias a esta apertura?

La buena noticia es que en ese mismo periodo se estableció una extraordinaria planta manufacturera fuertemente ligada a la exportación y, especialmente, a la economía estadounidense, que se ha convertido en el único motor de crecimiento. La gran diferencia entre los dos componentes del sector industrial es la productividad. Mientras que la productividad crece con celeridad en la planta moderna, en la otra disminuye. Parecería obvio que la solución reside en crear mecanismos que incidan en el crecimiento de la productividad, algo que el gobierno del presidente Peña entendió desde el inicio y colocó en la agenda pública.

El problema es que no es fácil atacar el reto. Las soluciones retóricas (infraestructura, educación, investigación, menos burocracia e impuestos) son válidas y deseables, pero no constituyen una solución integral. En todo caso, como ilustra la forma en que se liberalizó la economía a partir de los 80, somos muy malos para crear soluciones integrales: siempre dejamos cabos sueltos que responden a intereses intocables. Además, lo que realmente eleva la productividad es menos asible de lo aparente: prácticas empresariales, tecnología, el funcionamiento de los mercados y, sobre todo, un contexto de confianza y estabilidad procreado por el gobierno.

¿Se nos presenta una nueva oportunidad?

El otro estudio reciente es el “Decade Forecast” de Stratfor. Según sus pronósticos, EUA está entrando en una era de mayor insularidad producto tanto del reconocimiento de los límites de su propio poderío como de la aceptación de que hay formas menos agresivas de lograr sus objetivos que los procurados en la década pasada. Según Stratfor, EUA también ha comprendido que el entorno norteamericano (los tres países) es infinitamente más propicio para su propio éxito económico, razón por la cual se apresta a concentrar su apuesta económica en Norteamérica, buscando elevar la productividad de su economía, y con ello los ingresos de su población.

El mensaje, y la oportunidad, parecen claros: como muestra el TLC, los mexicanos hemos probado ser extraordinariamente diestros para aprovechar oportunidades cuando existe un marco de reglas confiables que confiera certidumbre de largo plazo. Es el momento de aceptar las limitaciones de nuestra capacidad para producir grandes iniciativas (somos incapaces de crear esa certidumbre internamente), por lo que valdría la pena revisar la oportunidad que existe en la región. Con suerte y esta vez si cambia el resultado.

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