La difusión de la violencia: entre la psicosis y la indiferencia

Telecomunicaciones

El primer fin de semana de agosto, una serie de rumores cimbraron al estado de Zacatecas y, tras su reproducción por algunos medios nacionales, al país entero. A través de las redes sociales se difundió que, tras tres noches consecutivas de enfrentamientos entre presuntos integrantes de dos cárteles rivales en tres municipios del estado, habría habido un saldo de casi medio centenar de muertos. De inmediato, el gobernador Miguel Alonso Reyes rechazó la información. Del mismo modo, el Grupo de Coordinación Interinstitucional en Materia de Seguridad de Zacatecas, integrado por instancias locales y federales de seguridad y procuración de justicia, desmintió los sucesos. Por su parte, el procurador estatal, Arturo Nahle, declaró que sí hubo algunos hechos violentos, pero sólo resultaron en dos decesos. Ante las versiones encontradas, ¿cómo se puede distinguir la realidad? Y, de ser el caso, ¿qué hace tan poderosa la “viralidad” de un rumor?
Ciertamente, es innegable que Zacatecas también padece por la crisis de inseguridad que aqueja al país. Si hablamos de trasiego de cárteles, dicha entidad forma parte de la ruta céntrica que inicia en la frontera con Centroamérica y tiene su punto final en Ciudad Juárez, sin mencionar la vía de entrada que viene desde Colima y Michoacán hacia el sur de Estados Unidos. La disputa por esos narcocorredores hace de la entidad una presa fácil de la violencia entre grupos delictivos. Sin embargo, en estricto sentido, no hay más realidad que la de los datos duros, es decir, el número de denuncias cuya investigación concluya en la comprobación de los hechos. Sabemos que en México la gente no denuncia por temor a represalias, y si los crímenes suceden entre grupos ligados al narcotráfico, tener un registro de denuncias se vuelve aún más complicado. Entonces, el círculo vicioso propiciado por la ausencia de denuncias, la frecuente tentación de utilizar el sensacionalismo para desprestigiar a la autoridad, y la desconfianza de la ciudadanía en las instituciones de procuración de justicia, es escenario fértil para especulaciones o, en su defecto, para indicadores de criminalidad poco confiables.
Ante esta radiografía, se torna difícil saber a ciencia cierta qué es verdad y qué es ficción a la hora de esparcirse rumores sobre tiroteos, asaltos y bloqueos carreteros, secuestros y demás delitos. Paradójicamente, esto se agrava cuando las autoridades y los medios intentan  disminuir de manera artificial la percepción de inseguridad entre los ciudadanos, por ejemplo, a través de pactos de no difusión de eventos relacionados con el crimen organizado –como el hoy olvidado Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia de 2011. De entrada, la autocensura mediática –la cual muchas veces no es producto de un acuerdo con la autoridad, sino del temor a recibir represalias de la delincuencia—puede ser un arma de doble filo, ya que también fomenta la desconfianza ciudadana al no tener certeza de la información que recibe. Esas reservas parecen empoderar a las redes sociales, sobre todo porque el control sobre la difusión de sus contenidos –sean ciertos o falsos— es, por el momento, imposible. El problema está cuando se “endiosa” a esta clase de redes y se les otorga una legitimidad de la cual en no pocos casos carecen.
Lo cierto es que hay una realidad marcada por la inseguridad y la violencia, contaminada al mismo tiempo por la desconfianza en autoridades, medios y, en ocasiones, hasta en el propio vecino. Este entorno fomenta que la sociedad se deslice de extremo a extremo en una inestable plataforma que va desde la psicosis del rumor, hasta la indiferencia propia de la rutinización de las crisis. México está en un punto crítico y ya no es posible perder más tiempo en paliativos. La solución se requiere ahora.

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