La disputa por los aranceles ilustra el dilema del país: preservar un mundo ancestral que provee empleos muy poco productivos a mucha gente o apostar por un mundo de alto valor agregado, elevada productividad y capaz de generar riqueza y mucho mejores empleos. El dilema contrapone lo existente contra una promesa: el interés por preservar el statu quo, y todos sus beneficiarios, frente a la oportunidad de desarrollar al país. A lo largo de las últimas décadas, con pequeños momentos de excepción, el país ha preferido apostar por lo existente. Más vale, parece decir nuestra realidad, pájaro en mano que cientos volando. El problema es que eso no resuelve los problemas del país: sólo prolonga la agonía.
La preferencia por lo existente es patente en todos los ámbitos: nadie quiere correr riesgos. Lo vemos en la reforma electoral reciente y en la nueva ley petrolera, en los intentos por restaurar el viejo régimen priísta (y sus formas) y en la negativa del sector privado a negociar nuevos tratados de libre comercio. Contradiciendo a Jorge Manrique, los mexicanos mantenemos fija la vista en un pasado idílico que no siempre fue mejor.
El tema de hoy son los aranceles. Gobierno y sector privado están enfrascados en una disputa sobre si disminuir los aranceles con países con los que no tenemos tratado de libre comercio para igualarlos con el resto. El gobierno, siguiendo una impecable lógica económica, promueve el cambio, pero no acaba de actuar como autoridad. El sector privado, atendiendo a sus intereses, ha construido una oposición a muerte. Ambos tienen razón desde su perspectiva. El problema es que tener razón no es suficiente. El país requiere un horizonte de desarrollo y los mexicanos exigen respuestas concretas, entre otras la de dejar de ser mangoneados por el interés de productores improductivos y no competitivos. Para el gobierno el dilema reside en construir una estrategia que atienda los reclamos que sean legítimos del sector privado, pero en una forma que no se sacrifique el desarrollo del país.
Hay dos maneras de resolver esta disputa. Una es cediendo ante el embate de quienes se sienten vulnerables (muchos con razón) por las potenciales consecuencias que tendría una disminución de los aranceles a la importación. La otra consistiría en plantear un programa amplio e inteligente para ayudar a la transición de quienes se verían afectados. Es decir, una forma de actuar sería simplemente dejar las cosas como están, así implique eso sacrificar la posibilidad de lograr un mejor estadio de desarrollo. La otra consistiría en asumir la responsabilidad que ningún gobierno ha asumido desde que comenzó la apertura a las importaciones en los 80, de elaborar un plan integral que no sólo establezca un camino para el futuro, sino que cree mecanismos de apoyo para una planta productiva vieja y poco productiva que requiere transformarse de manera integral.
El problema es serio en ambas direcciones. El país está atorado, anclado firmemente en el pasado. Todo conspira a favor de preservar lo existente, en parte porque hay esa sensación de que es mejor preservar lo que funciona que intentar algo desconocido, aunque pudiera ser mejor. Al mismo tiempo, llevamos más de veinte años emprendiendo reformas cuya lógica, aunque no siempre su contenido, ha sido la de construir una plataforma productiva capaz de generar riqueza en una era en la que el valor se agrega a través del crecimiento de la productividad y ésta está directamente vinculada con la tecnología, los servicios y la creatividad. Las reformas produjeron tratados de libre comercio e impulsaron mecanismos que obligaron a una parte de la planta productiva a competir, pero al mismo tiempo preservaron espacios protegidos, muchos a través de los aranceles, que tuvieron por consecuencia impedir que naciera una nueva plataforma de desarrollo. Es decir, nos aventamos al río pero nunca llegamos a la otra orilla. Y la mitad del río no lleva al progreso.
El proyecto gubernamental, aunque escueto en su presentación, se propone eliminar uno de los principales mecanismos de protección, los aranceles, que han mantenido a flote a una parte importante de la vieja industria nacional y, a la vez, han contribuido a preservar fuentes de rentas para algunas empresas y sectores específicos. El problema es que el proyecto gubernamental no entiende ni asume estos claroscuros. Su lógica es la de atacar a los rentistas -indispensable para que pueda prosperar el país- pero ignora a las muchas empresas que viven con el agua al cuello y que serían arrasadas inmisericordemente de disminuirse los aranceles. En esta disputa, los rentistas se esconden detrás de los vulnerables.
De los comentarios que recibí sobre un artículo previo, dos me parecen particularmente elocuentes porque resumen el dilema y la disputa. Uno, un empresario zapatero, dice que su empresa no puede prosperar porque hay otros zapateros que, a través de los aranceles, han construido un monopolio que le impide a él competir. Este caso ilustra la razón por la cual las autoridades tienen razón de reducir e igualar los aranceles: porque los rentistas estrangulan al futuro del país.
El otro comentario, igualmente persuasivo, muestra el dolor que habrá que enfrentar para poder transformar al país, a la vez que exige un programa gubernamental para asistir en el proceso de transición hacia una nueva economía: “llevamos alrededor de tres años compitiendo con los chinos… En muchos artículos nuestros márgenes son casi inexistentes, pero hemos mantenido nuestro mercado. Somos una empresa familiar y nos manejamos con austeridad…” La mayor parte de nuestros empresarios, los de tamaño medio, seguramente compartirían estas palabras. Para ellos el problema no está en cómo crecer sino en cómo sobrevivir.
El problema económico no se va a resolver meramente reduciendo los aranceles. Estos no son más que un instrumento de política económica y la estrategia de desarrollo debe poder distinguir entre los sectores o empresas que gozan de un monopolio gracias a los aranceles, de las que requieren apoyo para ajustarse. El desarrollo se va a lograr el día en que tengamos un proyecto de desarrollo que incluya mecanismos de ajuste para que, al bajar los aranceles, estos empresarios no sólo puedan sobrevivir, sino convertirse en parte integral de un futuro exitoso, independientemente de que en muchos casos tengan que especializarse o cambiar de giro. Los aranceles no pueden ser un substituto de una estrategia de desarrollo.
Los tiempos de crisis son tiempo de oportunidad y el gobierno tiene la obligación de actuar. Ojalá lo haga con inteligencia y decisión.
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