Al inicio del gobierno del presidente Peña estuvo de moda la noción de que ésta era la gran oportunidad de México, el llamado “momento mexicano”, y que todo lo que hacía falta para consagrarlo en realidad era un gobierno eficaz. Como planteamiento era poderoso y fue convincente para una proporción suficiente del electorado para asegurar su triunfo. La experiencia de estos meses confirma algo que todos los mexicanos instintivamente sabemos: aunque la eficacia gubernamental es necesaria, por toda la retórica que se emplee, no hay certeza alguna de que el país logre el desarrollo.
El éxito en el desarrollo no tiene que ver con el potencial del país (infinito), sino con su desempeño, y éste depende más que de un gobierno eficaz. Se requieren instituciones fuertes, un gobierno competente (que no es lo mismo que eficaz) y, sobre todo, de un Estado de derecho consolidado.
En la actualidad, el país exhibe una enorme propensión al caos, definido este como corrupción, mal gobierno, incertidumbre, violencia, criminalidad y volatilidad. Hay regiones del país que están inmersas en un caos permanente, lo cual puede no impedir que funcione la vida diaria, pero hace imposible pensar en el desarrollo como una posibilidad real. Lo mismo es cierto para las regiones menos caóticas, pero ahí la esencia de la falta de predictibilidad (condición sine qua non para el Estado de derecho) yace en la impunidad imperante.
Millones de mexicanos han desarrollado una extraordinaria capacidad para adaptarse, funcionar con cierto grado de normalidad y ser exitosos. Prácticamente todos los que lo logran se precian de que su triunfo fue a pesar del gobierno. Al mismo tiempo, es evidente que sin un gobierno competente, confiable y eficaz, el éxito es siempre relativo, volátil y sujeto a tantos vaivenes y circunstancias -caos en potencia- que no hay forma de hacerlo perdurable. La clave, entonces, reside en la conformación de un sistema competente de gobierno.
Un gobierno eficaz es indispensable para el funcionamiento de un país, pero siempre y cuando esa eficacia no se identifique con arbitrariedad. Es claro que en el país pervive un sinnúmero de abusos, vividores, desorden y criminales, circunstancia que exige un gobierno fuerte, capaz de establecer orden, limitar esos excesos y crear un entorno propenso al desarrollo. Pero ese gobierno eficaz tiene que existir y operar en un contexto institucional que lo acote y evite su propio potencial de excederse.
Un gobierno tiene que contar con suficientes facultades para poder actuar, y con un margen de discreción que le permita cumplir con su cometido. Sin embargo, esas facultades no pueden ser tan amplias como para que le permitan flagrante impunidad, el viejo dilema de quien cuida a los cuidadores.
En México con frecuencia no distinguimos entre discrecionalidad y arbitrariedad, pero la diferencia es la que separa a un gobierno eficaz de uno impune. En una ocasión presencié un proceso de auditoría conducido por la comisión de valores estadounidense (SEC) y me impresionaron dos cosas: por un lado, la ilimitada discrecionalidad de esa agencia gubernamental; por el otro, sin embargo, también me impactó la total ausencia de arbitrariedad en sus procesos. Cuando finalmente emitió el resultado de su pesquisa, entregó un enorme “ladrillo” donde la resolución propiamente dicha se encontraba en una sola cuartilla hasta arriba de un enorme documento. Todo el resto era una explicación de qué fue lo que motivó su decisión, por qué modificó su criterio respecto a los precedentes existentes y cuál era su visión hacia el futuro. Es decir, aunque su decisión había sido severa, no existía un milímetro de víscera en ella y todos los actores en el proceso tuvieron claridad precisa de lo que seguía. Esto contrasta con las resoluciones típicas de nuestras agencias reguladoras (como la vieja comisión de competencia) donde se resuelve en una página sin explicación alguna e independientemente de que una decisión contradiga a las previas o a las posteriores. Este asunto es particularmente importante a la luz de la reforma energética.
Para poder ser exitoso México tiene que construir instituciones sólidas que le confieran certidumbre a la ciudadanía: que le permitan confiar que existen autoridades competentes que no van a actuar impunemente ni solapar la impunidad. Una institución fuerte implica limitar el potencial de abuso de la autoridad gubernamental sobre la ciudadanía, sin con ello mermar su funcionamiento. Es en este contexto que la arquitectura de las instituciones es tan trascendente: un mal diseño –pienso en el bodrio político-electoral reciente- puede no contener sino multiplicar la corrupción del sistema.
Otro beneficio, no menor de la existencia de instituciones fuertes reside en el meollo de la Fábula de las Abejas, el poema de Mandeville: las sociedades humanas pueden prosperar si tienen las instituciones correctas, como ocurre con las de las abejas, incluso cuando algunos de sus integrantes actúan de manera violenta o simplemente se comportan mal. Es decir, la clave para un buen desempeño del país –elevado crecimiento, más empleo, mejores salarios, paz y seguridad- reside en que se construyan fundamentos institucionales sólidos que, sin obstaculizar el funcionamiento del gobierno, impidan sus excesos.
Otra forma de decir lo mismo es que, para ser exitosos, los mexicanos tenemos que construir un país normal, uno no tan excepcional que le haga imposible ser exitoso.
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