La mayor parte de las iniciativas que presenta el Ejecutivo en México son aprobadas por el Congreso, algunas de hecho sin mayor trámite. Sin embargo, las llamadas reformas estructurales parecen quedar en el tintero de forma permanente. A pesar de ello, el Ejecutivo ha optado por presentar, ya sea por si mismo o través de su partido, tantas propuestas de temas estructurales como le sea posible, sin importar el calado de las mismas, ni si la premura lo obliga a olvidarse de alguna.
En cualquier democracia funcional, la aprobación de una reforma de este tipo requiere de un trabajo intenso de convencimiento de quien la propone, tanto con los legisladores como con la opinión pública y otros grupos de interés. Ejemplos de ello son la reciente reforma sanitaria del presidente Obama, la aprobación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en tiempos del presidente Clinton o la privatización británica de la Primera Ministra Margaret Thatcher. Cada una de estas reformas definió el gobierno de sus líderes, y en todos los casos hubo un esfuerzo identificable, abierto y sostenido por parte del Ejecutivo para asegurar su aprobación.
En cambio, el presidente Calderón ha optado por enviar sus iniciativas y dejarlas en manos del Congreso. Esto le permite desentenderse del resultado del proceso legislativo, que previsiblemente estará por debajo de lo esperado –ante la premura de los tiempos y la proximidad de las elecciones. Además, hace posible transferir la culpa a un Congreso al que tradicionalmente se considera ineficiente, posicionándose como el líder que “lo intento”. El peligro de esta estrategia es que en la práctica lo podría incorporar en la fase testimonial de su Presidencia, al menos en lo que a su relación con el Legislativo respecta.
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