Desde la reforma energética de 2008, cada febrero, el Presidente de la República debe someter a ratificación legislativa la Estrategia Nacional de Energía (ENE), con un horizonte de planeación de 15 años. Este nuevo supuesto de colaboración entre poderes, diseñado por los legisladores, se inscribe dentro una historia reciente de coqueteos del sistema presidencial mexicano con el parlamentarismo, que no siempre ha sido afortunada. Y es que, constitucionalmente, el sistema de planeación del desarrollo nacional está a cargo del Ejecutivo Federal, quien formula y ejecuta los planes y programas de gobierno. Así, el presidente Calderón podría haber argumentado que esta parte de la reforma energética implicaba una intervención inadmisible del Congreso en la esfera administrativa. Pero no la vetó ni llevó una controversia a la Suprema Corte, seguramente para no arriesgar el delicado consenso que entonces se pudo alcanzar.
Este febrero tocó al presidente Peña Nieto enviar al Senado su primera Estrategia Nacional de Energía, para el periodo 2013-2027. Cumplió con el mandato legal, aunque quizás hubiera preferido no enfrentar en este momento el dilema de abrir o no las cartas de su eventual propuesta de reforma energética, cuya discusión está programada –según el calendario del Pacto por México— para el segundo semestre del año. En todo caso, ante el dilema, el gobierno optó por no adelantar vísperas. Para tranquilidad (¿momentánea?) del nacionalismo energético mexicano, la ENE no dice nada sobre la forma en que se podría ampliar la participación de particulares en la exploración y la extracción de petróleo y gas natural, más allá de las fórmulas vigentes. Tampoco dice si una actividad industrial como la refinación podría ser realizada por terceros ajenos a Pemex o si deberá seguirse protegiendo como parte del Volksgeist mexicano. No anuncia si nueva infraestructura crítica para transportar y almacenar petrolíferos y petroquímicos básicos sería desarrollada por el monopolio estatal o bien cabría un régimen de permisos análogo al del gas.
Al mismo tiempo, es importante observar lo que la ENE no niega. Si uno intenta leer al revés, por lo que no dice el texto, lo que aparece es una potencial intención de crear una verdadera empresa de lo que hoy es PEMEX, es decir, no una privatización ni una plataforma de alianzas o asociaciones, sino una verdadera empresa propiedad del gobierno pero funcionando de manera autónoma. No hay manera de asegurar esto, pero el texto permite imaginar un esquema en el cual lo que el gobierno buscaría es una empresa con objetivos claros, un consejo de administración que supervisa y una Secretaría de Hacienda que cobra impuestos pero no impide su funcionamiento. Quizá parezca fantasía pero esto es lo que no niega la ENE.
La ENE, entonces, no perfila los grandes cambios estructurales del sector energético, entendidos éstos en el sentido convencional. Sin embargo, sí contribuye en algunos sentidos a fijar los términos del debate y dar luz sobre las prioridades de la administración que acaba de iniciar su mandato. Así, por ejemplo, ofrece un diagnóstico detallado y técnicamente pulcro de la mayoría de los problemas que aquejan al sector; si acaso, a pesar de que expone con nitidez el grave déficit de infraestructura de transporte de gas natural y se aprecia a este hidrocarburo como protagonista de la transición energética, sorprende la ausencia de análisis sobre nuestro enorme potencial en shale gas, tecnología a la que incluso se alude con cautela. Además, aunque se extraña un planteamiento integral sobre la falta de competencia y la opacidad en la industria del gas L.P., hay que aplaudir la posición de la ENE contra la política de subsidios energéticos, por su ineficiencia, su inequidad y su abierta contradicción con los objetivos de mitigación del cambio climático. A este respecto, destaca el compromiso asumido con la regulación y las políticas que impulsen la eficiencia energética y eliminen restricciones para las energías renovables, indispensables para atender la responsabilidad de México con la viabilidad del desarrollo global. De manera inesperada, se valora con seriedad a la energía nuclear –técnicamente limpia– como alternativa para diversificar la canasta de fuentes, clave para la seguridad energética del país. Es de celebrarse, por último, que la ENE pondere el fortalecimiento de los órganos reguladores de la energía, que deben avanzar hacia una mayor autonomía y la ampliación de sus atribuciones y recursos. Así las cosas, valga la Estrategia como el prólogo de un libro, el de la reforma energética, cuyas páginas aún están por escribirse. O interpretarse.
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