Con el nombramiento de Virgilio Andrade como Secretario de la Función Pública (SFP), se generó un nuevo fuego en la cada vez más trompicada administración del presidente Peña. Las críticas ante la designación afectaron, por un lado, a la figura del nuevo titular del órgano contralor del Ejecutivo federal, tanto por su cercanía personal con el presidente Peña, como por el conflicto de interés derivado del diseño institucional de un fiscal designado por sus fiscalizados (tal como se replica, por cierto, en los otros dos poderes de la Unión con la Auditoría Superior (Legislativo) y el Consejo de la Judicatura (Judicial)); por otro lado, se señaló la falta de herramientas o marco legal desde la SFP (reconocida por el mismo secretario Andrade) para realizar una investigación real a las propiedades del titular del Ejecutivo, su esposa y el titular de la Secretaría de Hacienda, presuntamente vinculadas a conflicto de interés, lo cual fue la razón primordial de la resurrección de la SFP. Más allá de los cuestionamientos al anuncio, de fondo permanece la pregunta sobre cuál debe ser la solución estructural para transparentar, auditar y hacer rendir cuentas a la función pública en México. En ese sentido, es importante poner sobre la mesa dos cuestiones: ¿cuál podría ser el diseño institucional más conveniente?; ¿qué elementos habrán de constituir una administración pública moderna, adecuada a las necesidades del país?
En torno al primer tema, cabe recordar cómo llegamos a la situación actual: en pos de un proyecto del propio Enrique Peña – la Comisión Nacional Anticorrupción -, la Secretaría de la Función Pública quedó sin titular y en una especie de limbo institucional al inicio de la administración federal actual. La decisión de dejar acéfala a dicha dependencia en su momento pudo parecer una cuestión práctica – y política para no meter ruido al asunto -, pero hoy tiene consecuencias incómodas y por demás evidentes ante la avalancha de escándalos de corrupción que se siguen suscitando. En este sentido, vale la pena mencionar la falta de acción de la oposición, que no impulsó la cuestión con fuerza en el marco del Pacto por México, y lo ha hecho de forma tímida y débil en la reciente coyuntura.
Ante estas faltas estructurales, ha vuelto a surgir la discusión en torno a la autonomía del organismo encargado de auditar al gobierno (que era una de las características propuestas para la Comisión mencionada). Y si bien es cierto que su subordinación al titular del Ejecutivo mina la credibilidad de la iniciativa, es fundamental recordar que la autonomía no es un remedio para todos los males (y tiene en sí mismo sus propios riesgos). La pregunta entonces es: ¿qué tipo de administración pública necesitamos para el México de la actualidad? Una administración pública moderna involucra más que sólo hablar de transparencia en licitaciones o de sanciones por un mal uso de recursos públicos, que si bien son aspectos trascendentales, no son los únicos relevantes. Así, hablar de la modernización del sistema completo involucra factores como servicio profesional de carrera, metodologías para evaluación de desempeño, condiciones para garantizar estabilidad más allá de administraciones o partidismos, enfoque a soluciones, entre otros. Quizá más que autonomía, es necesario pensar en equilibrio de poderes donde cada uno constituye un contrapeso a los otros, es decir, la función de evaluación del Ejecutivo quizá debiera estar en alguno de los otros poderes, no dentro de sí mismo.
A final de cuentas, el tema es relevante tanto por los aspectos operativos elementales que hacen viable a un Estado (que se administre el recurso público para los servicios y condiciones que el país necesita) como por la crisis de credibilidad que enfrenta no sólo este gobierno, sino la clase política. Aunque la Cámara de Diputados prevé que tendrá listo un dictamen para conformar un nuevo sistema nacional anticorrupción, el problema no es sólo de leyes e instituciones, sino de voluntad política. En ese sentido, el Ejecutivo federal ha perdido una gran oportunidad para dejar la simulación y emprender un cambio. ¿Podrá (y querrá) el Congreso aprovechar la coyuntura para avanzar un régimen de verdadero combate a la corrupción? Los actores políticos ya no pueden darse el lujo de pretender que no pasa nada.
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