El principal yerro de la malograda transición a la democracia ha sido no haber conseguido resultados sólidos en el desmantelamiento de las estructuras más íntimas del régimen autoritario posrevolucionario. La restauración priista al frente del gobierno federal y de su control político en el Congreso es indicativo del fracaso de la transición.
Como “histórico y extraordinariamente productivo” calificó el presidente de la Cámara de Diputados, el panista Ricardo Anaya, al periodo ordinario de sesiones legislativas que dio por concluido en la tarde del pasado 12 de diciembre –por cierto, tres días antes del límite constitucional para tal fin (y hace unos días no faltaba quien aseverara que no les daría tiempo a nuestros tribunos para desahogar “toda” su agenda –léase, la reforma energética). A reserva de llevar a cabo el recuento exacto de iniciativas, puntos de acuerdo, dictámenes y minutas aprobadas tanto en San Lázaro como en el recinto senatorial de Paseo de la Reforma, sin duda destacan dos acontecimientos: la miscelánea fiscal y la reforma energética, los cuales marcan el corolario de un exitoso entramado de negociaciones políticas durante el primer año de gestión del presidente Enrique Peña Nieto: el Pacto por México
Desde el planteamiento de los 95 puntos originales del Pacto por México, el 2 de diciembre de 2012, era previsible que los asuntos de mayor polémica y eventuales desacuerdos, sobre todo al seno de la oposición, iban a ser la apertura en el sector energético –un cambio al cual se ha negado el PRD de forma sistemática—, y la manera de diseñar la reforma hacendaria –que terminó siendo, como de costumbre, sólo una miscelánea de gravámenes contra los contribuyentes cautivos y sin un proyecto integral de combate a la evasión, la elusión y la informalidad (con la consecuente “molestia” del PAN). Sin embargo, a diferencia de las administraciones federales panistas que, en muchos sentidos, privilegiaron la víscera por encima de la pericia política, el PRI logró identificar los puntos más flacos de sus opositores, en particular de sus liderazgos nacionales, y edificar una agenda que, a la fecha, le ha redituado en la aprobación de todas y cada una de sus reformas prioritarias.
Y hablo del PRI porque el crédito por la vorágine de reformas (me ahorro el término “estructurales”), no sólo corresponde al presidente Peña, o a secretarios de Estado como Luis Videgaray y Miguel Angel Osorio Chong, sino a actores tan relevantes como Emilio Gamboa en el Senado y, claro está, Manlio Fabio Beltrones en la Cámara de Diputados. En distintos momentos y adaptándose a cada circunstancia, incluso superando sus propios errores (que no fueron pocos), los priistas capitalizaron la debilidad relativa (por decirlo de forma sutil) de los partidos de oposición.
Aun tras su derrota en los comicios federales de 2012, las dirigencias panista y perredista permanecieron perenes, como si nada hubiera sucedido, como si el regreso del PRI a Los Pinos no significara más que una mera alternancia democrática y no el fin de una pausa en el desarrollo de un sistema político alimentado por la corrupción, el clientelismo, el contubernio entre la clase política (ahora más plural, eso sí), y la indolencia de la ciudadanía.
El principal yerro de la malograda transición a la democracia ha sido no haber conseguido resultados sólidos en el desmantelamiento de las estructuras más íntimas del régimen autoritario posrevolucionario. Ya va siendo hora de aceptar que la restauración priista al frente del gobierno federal y de su control político –si bien aún no numérico—en las cámaras del Congreso, son indicativos del fracaso de la transición, la cual pretenderá ser disfrazada de un régimen tripartidista de facto aunque, en realidad, se esté erigiendo un “autoritarismo pluralista”.
La clave fundamental para el éxito de la estrategia enmarcada en el Pacto por México ha sido ofrecerle una opción de supervivencia tanto a Gustavo Madero en el PAN, como a Jesús Zambrano en el PRD. Para los panistas no queda claro si el gran trauma se desencadenó con su salida del poder presidencial o, en realidad, tuvo su origen en la obtención del mismo hace poco más de trece años. Las palabras de Carlos Castillo Peraza resultaron proféticas y Acción Nacional terminó perdiendo el partido al instalarse en el poder. Tras salir de Los Pinos, la dirigencia nacional panista se adscribió a la lógica de “de lo perdido, lo encontrado” y consiguió asir a su partido a la pequeña rendija que le abrió el nuevo gobierno, a través del Pacto por México, a fin de no extraviarse como la tercera minoría en el voto popular.
El discurso de la “oposición responsable” nunca había quedado tan desgastado como ahora. Hoy, los panistas “presumen” haber logrado una reforma energética (que a ellos les negó el PRI hace un lustro) mucho más agresiva y con mayor potencial de atracción de inversiones al país. En ese sentido, lo que también han adquirido es una enorme corresponsabilidad por los futuros resultados de la reforma, sean cuales sean. ¿El costo de todo el número? Descarrilar su identidad, la cual, de por sí, ya estaba bastante lesionada con su tránsito por Los Pinos. El PAN ha confundido avanzar su proyecto de nación con obtener un punto –si bien crítico—de toda su agenda. Claro está que los panistas también argumentarán como triunfo la aprobación de la llamada reforma político-electoral. No me extraña. Parece costumbre panista de los últimos tiempos alegrarse de sus victorias pírricas.
En cuanto al PRD, por primera ocasión en su historia de tres décadas, un presidente de la República le ha ofrecido a un partido de izquierda opciones “contantes y sonantes” para participar del “festín” gubernamental. Para el PRI, no sólo fue el reconocimiento de los perredistas como fuerza pivote en el Congreso, sino la fórmula para alimentar la discordia que suele mantener la izquierda en determinados contextos (recordar que ni el PT ni Movimiento Ciudadano se adhirieron al PRD en el voto favorable a la miscelánea fiscal). El reparto de banderas políticas a los perredistas incluyeron la inclusión de la pensión universal, el seguro de desempleo y, por supuesto, el importante aumento a los recursos destinados a su principal (y casi único) resguardo clientelar, el Distrito Federal. ¿El costo? Si bien el PRD volvió a incorporarse al resto de los partidos y movimientos de izquierda en su oposición a la reforma energética, su capacidad de detenerla fue nula. Ciertamente, los perredistas continuarán colgándose de la fatua opción de la famosa consulta popular para nutrir su arenga de “estar en pie de lucha” y tener “esperanza” de revertir la apertura al sector energético. Pura retórica hueca. Lo peor es que ellos lo saben. ¿Cuántos simpatizantes habrá perdido y seguirá perdiendo el PRD en el intento? Por si fuera poco, ¿cómo incidirá en el voto perredista la evaluación de la gestión del jefe de gobierno (¿o será regente?) de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera?
El tema da para una discusión a detalle y punto por punto. Sin embargo, el común denominador de todos estos avatares ha sido el talento negociador del PRI, la tragedia de la identidad del PAN, y el alineamiento del PRD. Así concluye este primer año político de la administración Peña Nieto, el cual inició con su toma de posesión en diciembre de 2012, y concluye con la aprobación en San Lázaro de la reforma energética. El paso por los congresos estatales de dicha reforma ha sido mero trámite, ya que pareciera que dichas legislaturas, en particular las abrumadoramente priistas, entraron en una carrera para ver cuál de ellas era la primera en “darle” su más anhelada reforma al presidente, tal como “merece” el “primer priista del país”…
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