La ciudad de México, al igual que otras ciudades medias del país, se identifican por un rasgo común: una creciente presencia de comercio callejero, de un comercio en vía pública fuera de regulación, de registro, de cumplimiento de obligaciones dispuestas en la legislación mercantil, laboral, fiscal de salubridad, entre otras tantas más. Un sector económico que sin embargo gana terreno, en lugar de reducir su presencia como se pronosticaba hace tiempo cuando al fenómeno se la asociaba con la crisis de los ochenta y las posteriores. Aunque por su misma naturaleza no se cuenta con datos precisos de cuánto emplea, cuánto intercambia y cuánto genera, el comercio informal es una de las actividades que mayor crecimiento registra en esta ciudad. La ciudad de México antes emblema de modernidad, se muestra ahora agotada, disminuida frente al vigor económico que presentan otras regiones y ciudades del país. La informalidad es síntoma de ese deterioro. Un deterioro asociado a la falta de crecimiento, a la ausencia de un proyecto que lleve a la ciudad a otro estadio de desarrollo.
A lo largo de los últimos años se han ensayado soluciones diversas al problema de la informalidad: la emisión de bandos que prohíben su instalación en las principales plazas de la ciudad; su reubicación en mercados o instalaciones creadas ex profeso para su alojamiento; incluso se ha hecho uso de la fuerza pública para levantar a cientos de puestos ambulantes que no tardan ni 24 horas en reaparecer en los lugares habituales dejando sin ningún efecto e incluso trivializando los actos de la autoridad. Recientemente se han propuesto esquemas para incorporar a las informales a los registros fiscales y al pago de contribuciones. Esquemas todos rechazados por los líderes de organizaciones informales que han acumulado tal poder que se dan el lujo de repudiar incluso las modalidades más básicas de inserción a la legalidad. Los informales disponen y la autoridad acata. El mundo al revés.
Los paliativos al problema
Es un hecho que existen esquemas no explorados ni explotados para dar a la formalidad un estatus distinto a la de la plena ilegalidad. Desde esquemas fiscales o de pago de servicios simplificados, hasta una verdadero replanteamiento de la regulación administrativa para llevar a sus mínimos los trámites y registros con los que se deben cumplir para operar formalmente. Estos cambios de sí le harían enorme bien a la economía de la ciudad y de paso a la noción de legalidad, tan mermada por la violación sistemática a la que está sujeta. Se trataría de ofrecer un esquema de intercambio: la reubicación a espacios en los que las externalidades negativas de la actividad informalidad fueran menos nocivos para la dinámica de la ciudad y la vida de los capitalinos, acompañados de registros mínimos y un esquema simplificado de contribución fiscal y pago de servicios. A cambio de lo anterior se ofrecería un estatus de legalidad que pusiera fin a la extorsión a la que los informales están sujetos cotidianamente, el espacio mismo, aderezado por la incorporación a algún tipo de esquema de servicios médicos de bajo costo o de seguridad social (seguro popular, por ejemplo). No sobra decir que para que un esquema de este tipo pudiera tener alguna oportunidad de prosperar tendría que venir acompañado de la decisión política de no permitir desviación de la legalidad. No podría haber espacio a la excepción. Es un hecho que la informalidad no va a desaparecer con puros actos de autoridad, pero sin la disposición a ejercerla firmemente, no habrá solución posible. En términos llanos la clave está en poder combinar la zanahoria con el garrote: invitaciones atractivas a la formalidad, con una amenaza creíble de sanción a la trasgresión de la ley.
El tipo de solución como la expuesta, sin embargo, institucionaliza, “formaliza†la anomalía no la resuelve. Lo importante no es cómo administrar mejor el deterioro sino como frenarlo y revertirlo de tajo. Aunque existe una discusión seria sobre los orígenes de la actividad informal y los énfasis van del exceso de regulaciones hasta la complacencia de los gobiernos locales (tanto al exceso de trámites burocráticos como su no observancia), es un hecho que la informalidad existe y crece por el virtual estancamiento económico de la ciudad. Demanda y oferta de trabajo tienen muchos años de desfase en la ciudad y el producto de ese desfase se manifiesta en actividades y empleo informal, actividades que en su origen debieron ser espontáneas y que al no encontrar resistencias por parte de la autoridad se han convertido en muchos casos en complejas redes de intercambio, abastecimiento y distribución. Pueden los gobiernos de la ciudad ensayar con esquemas diversos para paliar los efectos más nocivos del problema. Sin embargo, sin crecimiento económico, no habrá dique que contenga el ímpetu con que la informalidad crece, se multiplica y se apropia de la ciudad, en lo económico, en lo político, en lo social.
Una nueva vocación para la ciudad
El argumento más socorrido para explicar la situación económica de la ciudad es aquel que vincula su desempeño con las políticas económicas implantadas a nivel federal. Si la economía nacional no crece, la de la ciudad no lo hace en consecuencia, argumentan aquellos que lo esgrimen. Pero este factor, aunque no se puede soslayar, tampoco es fatalmente determinante de la condición económica de la ciudad. Aun en contextos recesivos o de bajo crecimiento nacional, estados de la república sobresalen por un desempeño muy superior a la media nacional. La ciudad de México en cambio en años reciente no ha alcanzado siquiera a los promedios nacionales.
La fatalidad parece nublar las opciones que la ciudad de México tiene frente a sí. Se ha minimizado el margen de acción y decisión que el gobierno de la ciudad tiene para promover el desarrollo local. La ciudad de México cuenta con activos para apalancar un desarrollo sustentado en actividades que generen valor y con ellos mejores remuneraciones y crecimiento. La ciudad de México cuenta con indicadores de desarrollo humano elevados (de hecho los más altos del país) y con índices de escolaridad muy superiores a la media nacional, activos que producen muy poco en el entorno o actividades en que se desenvuelven. A la ciudad de México le falta una estrategia de desarrollo y claridad de miras de hacia dónde se le quiere llevar. Requiere de la definición de una nueva vocación que la saque del limbo en que se encuentra desde que el país se abrió al mundo y la ciudad de México dejó de ser el único y primer mercado de consumo y de producción del país. Ni duda cabe que debemos lidiar ahora con muchas herencias de aquel modelo de industrialización acelerada que atrajo numerosos contingentes de migrantes del campo a la incipiente industria ubicada en estos territorios. Pero el principal problema de la ciudad ahora no es su pasado, aunque ahora cargue con sus lastres, sino que su falta de definición para el futuro.
Ciudades diversas en el mundo han dado un vuelco de 180 grados en lapsos relativamente cortos. Se trata de ciudades que albergaron a gigantes de la manufacturas pero que en la medida en que estas industrias perdieron relevancia o participación de mercado por la ingente competencia internacional, fueron lentamente apagando su impacto en las economías locales. Estas ciudades sobresalen porque reconocieron las tendencias con anticipación y actuaron en consecuencia. Aprovecharon los instrumentos a su alcance (políticas de gasto, incentivos fiscales, infraestructura y todo aquello que asegura certidumbre al ambiente de negocios) para facilitar una transición de actividades vinculadas con industria pesada o manufacturera a aquellas centradas en servicios o productos de alto valor agregado. Ciertamente una transición de esta naturaleza requiere de una dotación mínima de factores que la hagan factible. La ciudad de México los tiene. Lo que le hace falta es liderazgo y política públicas locales que encaucen esta transformación.
Una de las características que definen a la economía informal es su baja productividad. Justamente el operar al margen de regulaciones y disposiciones oficiales del más diverso tipo propicia que estas actividades no cuenten con una escala óptima de producción, ni tecnología adecuada. Generalmente son actividades que generan poco valor, siendo las comerciales las predominantes. Las actividades informales procuran un ingreso para aquellos que en ellas participan, pero por lo general se trata de remuneraciones por debajo del promedio local y nacional. Evidentemente que en el mundo de la informalidad entran actividades delictivas que generan millones de pesos al año, pero el conjunto de actividades lícitas dentro de este universo, generan tan poca riqueza como valor agregado producen. Y este el meollo de la problemática económica que aqueja a la ciudad: 35% de la población económicamente activa de la ciudad, población que si atendemos los indicadores de escolaridad y desarrollo humano, tendría, al menos teóricamente, la posibilidad de ocuparse en actividades más rentables, más productivas y por tanto, con potencial de remunerar más y mejor. Vista de esta manera la expansión de actividades informales sólo auguran un futuro: el empobrecimiento paulatino y relativo de la ciudad.
La agenda de la ciudad para los próximos años no debe estar abrumada por los múltiples rezagos y problemas que asfixian a la ciudad. Sin duda deben atenderse. Pero el eje que oriente a las políticas, el gasto y la inversión debe ser la creación de una plataforma de desarrollo que privilegie actividades de alto valor agregado. Invertir para que la ciudad recupere su estatus de polo de desarrollo, de un polo que atraiga de nuevo la inversión porque la ciudad ofrece lo básico y un tanto más: seguridad, infraestructura, certidumbre, activos humanos preparados, centros de conocimiento e innovación. Comparada con otros estados de la república, la ciudad se ha rezagado. Es tiempo que se despabile y recupere su capacidad para avanzar. De no hacerlo, la informalidad será nuestro destino más certero.
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