La iniciativa preferente: una primera evaluación

Peña Nieto

A diferencia de otros presidentes mexicanos salientes que tendieron a reducir su protagonismo en la esfera pública en los últimos meses de su gestión, Felipe Calderón se ha asido a su investidura hasta donde le ha sido posible. También es cierto que ninguno de sus antecesores contó con una herramienta tan tentadora como la que el Congreso le otorgó al jefe del Ejecutivo, a mediados de este mismo año, como parte de la llamada reforma política: la iniciativa preferente. Como es sabido, el pasado 1 de septiembre, el presidente entregó dos iniciativas a fin de que pudieran ser tramitadas con carácter de preferente: la reforma a la Ley General de Contabilidad Gubernamental y la reforma a la Ley Federal del Trabajo. Si bien la primera ha tenido un trámite terso a través del proceso legislativo, la segunda evidenció los beneficios, limitaciones y fallas de esta nueva facultad presidencial.
En cuanto a sus éxitos, a la luz de lo ocurrido en el último par de meses, la figura de la iniciativa preferente tiene tres éxitos claros. En primer lugar, le dio al Ejecutivo una atribución de control de agenda del proceso legislativo, “empoderando” un presidente que, en términos constitucionales, es relativamente débil (por paradójico que parezca). Al respecto, elevó su capacidad de introducir temas en la agenda nacional, y dinamizó la discusión de los mismos. En segundo término, obligó a la nueva Legislatura a echar a andar sus trabajos con una prontitud inédita. En otros tiempos, el primer periodo ordinario de sesiones solía arrancar con lentitud pasmosa, so pretexto de las negociaciones para la repartición de comisiones, presupuestos y otras “minucias”. En esta ocasión, todos los legisladores, desde los novicios hasta los múltiplemente reciclados, participaron del calor de las discusiones, en particular referidas a la reforma laboral. Finalmente, la iniciativa preferente elevó los costos políticos (o pretendió hacerlo) del grupo parlamentario con mayor número de escaños en el Congreso, en este caso el PRI, al obligarlo a pronunciarse respecto a temas tan relevantes para la agenda nacional como los laborales.
La iniciativa preferente, sin embargo, adolece de fallas derivadas de su diseño. Por ejemplo, aunque en la mayoría de los países donde existe esta clase de figura se contempla la afirmativa ficta para la misma (es decir, su puesta en vigor inmediata en caso de que el Legislativo no se defina en un plazo perentorio), la versión mexicana no la tiene (aunque sí fue propuesta por el PAN y mutilada al final por el PRI). Como quedó, no hay sanción para el Legislativo si no cumple con los tiempos; el único costo es mediático. Otro pendiente es la falta de reglamentación de esta figura. Esto fue usado en diversas ocasiones durante las discusiones de la reforma laboral a manera de chantaje, argumentando que no se podía dar trámite preferente a iniciativa alguna por no contar con una ley reglamentaria correspondiente. Del mismo modo, al no estipularse qué pasaría con las iniciativas en caso de ser modificadas por la cámara revisora y enviadas de vuelta a la de origen, la propuesta de reforma laboral del presidente Calderón está al borde no sólo de “la congeladora”, sino del precipicio. Ya hace unos días, Emilio Gamboa, coordinador de los senadores priistas, anunció que Enrique Peña enviará su propia propuesta de reforma una vez que asuma la Presidencia en diciembre.
En suma, el primer ejercicio de la iniciativa preferente mostró dos caras de la moneda. Cuando hay acuerdos y coincidencias, como en el caso de la Ley de Contabilidad Gubernamental, el trámite legislativo se cumple en tiempo y forma (aunque, en las condiciones descritas, tal vez no sería necesaria la iniciativa preferente). En cambio, cuando la propuesta presidencial implicase una “bomba política”, en el estado actual de las cosas, todo acabaría siendo un escandaloso petardo. Pero sólo un petardo porque el costo es exclusivamente para la imagen de los legisladores que son prominentes en el proceso.
La primera experiencia con este tipo de vehículo también evidenció las enormes carencias de nuestro sistema que, en ausencia de reelección, permite que políticos e individuos sin experiencia legislativa alguna encabecen procesos complejos. La experiencia de la iniciativa en materia laboral habla por sí misma: cambios a una minuta que no puede ser cambiada, adiciones que no son conducentes, envíos por medios erróneos, etcétera. Cuando el país vivía de la conducción de un individuo, todo dependía de su capacidad de organización y manipulación; hoy en día son decenas de personas las que intervienen, disminuyendo todavía más la calidad de gestión del gobierno en su conjunto.

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