La Ley contra el Lavado de Dinero: ¿otra buena intención?

Justicia

El pasado 11 de octubre, el Senado dio por concluido el trámite legislativo en cámaras de la Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita y de Financiamiento al Terrorismo, mejor conocida como Ley contra el Lavado de Dinero (LCLD). En general, cuando se piensa en lavado de dinero, de inmediato salta el tema del narcotráfico y el crimen organizado. Si bien la principal motivación del presidente Calderón al enviar dicha iniciativa en agosto de 2010, fue la generación de una herramienta más en el combate al narco, es importante señalar que el también llamado “blanqueo de recursos” representa un fenómeno bastante complejo y aparece en distintos ámbitos de nuestra sociedad. Entonces, ¿qué es en sí el lavado de dinero y a qué aspira México con esta nueva legislación?
El término “lavado de dinero” surge hacia la década de 1930 en Estados Unidos como descripción de los intentos de las mafias para hacer parecer lícitos sus ingresos derivados de actividades ilegales. Una forma muy socorrida de hacerlo era mediante la apertura de pequeños negocios de lavandería, un giro intensivo en uso de efectivo; de ahí el nombre. De manera general, el lavado implica todo acto que busque simular –con éxito o sin él— que las ganancias derivadas de cualquier actividad ilícita son producto de una actividad legitima, mediante la reintroducción de estos recursos a la economía formal.
En México, a partir de 1990, cuando se reconoce como delito federal (artículo 400 bis del Código Penal Federal), la estructura normativa de combate al blanqueamiento de capitales ha venido perfeccionándose. La nueva LCLD busca atender las carencias de la estructura normativa vigente. Por ejemplo, fortalece sus facultades de investigación y de recopilación de información, mediante la creación de una batería ampliada de sujetos obligados a compartir información con los órganos de gobierno. Ahora, actores como concesionarios automotrices, vendedores de arte, agencias de bienes raíces, y demás negocios que suelan manejar mercancías de alto valor monetario, deberán reportar a la autoridad con determinada frecuencia sus operaciones. Del mismo modo, se prohíben las operaciones en efectivo a partir de montos fijos para, por ejemplo, adquirir una casa. Más allá de poder analizar más a detalle en qué consiste la LCLD, vale la pena detenerse a revisar un aspecto vital para el eventual éxito de la misma, es decir, cómo se va a implementar.
Aunado al trabajo legislativo que se tendrá que desarrollar para el diseño y publicación de la ley reglamentaria, queda pendiente la responsabilidad que deberá enfrentar la Secretaría de Hacienda (SHCP) en materia de firma de convenios con cada una de las entidades federativas para la adecuada aplicación de la LCLD. De acuerdo con la ley, la Unidad de Inteligencia Financiera de la SHCP tendrá que promover un mecanismo de coordinación con cada entidad federativa y, de esta forma, obtener un panorama general en todo el territorio nacional en la persecución de estos delitos. Veremos qué resistencias encarará dicho proceso, aunque si funciona como lo ha hecho –en un esquema parecido— el mecanismo de reporte estadístico de delitos de las procuradurías estatales hacia las autoridades federales, el panorama no luce halagüeño. Sin embargo, esto podría “no tener importancia”, ya que fue eliminada de la propuesta original del presidente el establecimiento de la obligación de la Procuraduría General de la República de remitir anualmente al Congreso un informe que refleje los resultados de la aplicación de la LCLD. En suma, la LCLD podría tener un destino similar al que tuvieron otras iniciativas de este sexenio en materia de justicia como la Ley de Extinción de Dominio o la de Combate al Narcomenudeo: pocos las aplican y, quienes lo hacen, lo hacen con el velo de la discrecionalidad. Sea como fuere, no queda duda que aumentará el número de trámites burocráticos con los que tendrán que cumplir numerosos negocios y profesiones.

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