A más de tres meses de que la Ley General de Víctimas fuera turnada al Ejecutivo para su ratificación, su publicación en el Diario Oficial de la Federación aún depende de la resolución de diversos litigios -jurídicos y políticos- entre los tres poderes de la nación. Esta ley, estructurada a partir de las demandas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, ha sido producto de un proceso legislativo poco menos que accidentado. En el afán de atender la coyuntura, el Congreso fue negligente respecto del orden jurídico prexistente y, como resultado, la norma que hoy protagoniza la disputa entre Ejecutivo y Legislativo se encuentra plagada de conflictos normativos. Asimismo, debido a un análisis tardío de aquellos errores, el Ejecutivo decidió regresar la ley al Senado. La presentación en tiempo y forma de tales observaciones hoy es objeto de una controversia constitucional en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Más allá del conflicto normativo, vale la pena reparar en el contenido de la ley y en algunos de los reclamos que las víctimas pretendían materializar con su aprobación. Por ejemplo, su derecho a que las autoridades realicen exhumaciones en cementerios o fosas ilegales, a estar presentes durante tales procedimientos, al esclarecimiento de las violaciones de derechos humanos, a la potencial indemnización por parte de las autoridades como reparación del daño ante un crimen cometido por terceros (responsabilidad solidaria), o hasta la recuperación de la memoria histórica. Es decir, lo que se encuentra plasmado en la norma no es más que un reflejo de las circunstancias a las que se enfrentaron las víctimas durante los últimos años y que merecen una respuesta del Estado. La cuestión es si la publicación de la ley es la vía idónea para garantizar a las víctimas las estructuras institucionales necesarias para que puedan enfrentar un proceso respetuoso y eficaz. Los problemas presupuestales, los de constitucionalidad, subsidiariedad, invasión de competencias o mera operatividad que supone la entrada en vigor de este cuerpo normativo indican que, lejos de resolver el problema, lo profundizan. La ilusión normativa – que supone que si la ley cambia, la realidad también lo hará- no es propia sólo de este proceso normativo. Es, en todo caso, un rasgo cultural.
Sin embargo, mientras la ilusión normativa perdure, habrá quién capitalice a sus feligreses. De ahí que el Senado haya buscado negociar con la Secretaría de Gobernación para lograr que el Ejecutivo se desistiera de la controversia constitucional que ha interpuesto. De ahí, también, que SEGOB estuviese dispuesta a hacerlo si ello le garantizaba abrir (nuevamente) el diálogo con las organizaciones civiles. Al final del día, lo que todos los actores involucrados reconocen es que resulta imperante modificar la ley. Ya sea mediante una controversia constitucional o una iniciativa de reforma, el documento presentado por el senador José González Morfín no logrará mantener su integridad. Y a pesar de que ello sea leído por líderes de opinión y activistas como un mal escenario, lo cierto es que las buenas intenciones que dieron origen a este ejercicio legislativo no fueron suficientes para lograr una ley coherente con sus objetivos.
Por lo pronto, la semana pasada la SCJN notificó a la Secretaría Técnica de la Mesa Directiva que encabeza el senador González Morfín para que, dentro de los siguientes 30 días, preparen su defensa ante la demanda interpuesta. Ya sea que la ley entre en vigor, o no, la pregunta relevante es si el gobierno y la ciudadanía están listos para hacer valer las leyes en lugar de sólo exigir más.
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