Dos paradigmas se disputan el futuro de México: el de la fuerza y el de la institucionalización del conflicto. Esta no es la primera vez que el país confronta una disyuntiva de esta naturaleza, pero sí es la primera vez que lo hace en el contexto de un sistema político que ya goza de un conjunto de formas democráticas. En esta ocasión lo que está de por medio no es solamente la forma en que el país mantendrá su estabilidad y avanzará en el terreno del desarrollo económico –como ocurrió en repetidas ocasiones desde el fin de la Revolución hasta el colapso de la economía al inicio de los ochenta- sino la posibilidad de dar un gran paso adelante, de saltar etapas en el desarrollo económico y, como han logrado países tan distintos como Corea y España, de arribar a buen puerto en un periodo muy breve.
La disputa política que enfrentamos en la actualidad no es pequeña ni intrascendente. A lo largo de los últimos meses hemos podido atestiguar conflictos en Tabasco, Chiapas y Yucatán cuya naturaleza habla por sí misma: se trata, en buena medida, de los rezagos de un sistema político que no acaba de desaparecer y que, probablemente, no desaparecerá mientras uno nuevo no se consolide de manera definitiva. Es en este contexto que aparece la disputa entre dos paradigmas sobre la manera en que el país puede y debe encarar sus problemas, la forma en que puede enfrentar sus dificultades. Cada uno de estos paradigmas refleja una visión contrapuesta del mundo. El que finalmente triunfe va a definir el futuro del país en los próximos años.
El primer paradigma tiene su origen en la disputa política que caracterizó al sistema político priísta a lo largo de buena parte del siglo XX: la lucha entre el centro político y los cacicazgos regionales. Hoy, como al final de la Revolución, las tendencias descentralizantes de nuestra realidad política comienzan a tomar vuelo. Aquí nos encontramos con el dilema que perennemente caracterizó la era de los gobiernos priístas: cómo mantener el orden sin que se disgregue el país. El orden era una condición necesaria para el desarrollo social y económico, en tanto que la descentralización, usualmente asociada a cacicazgos regionales, impedía el progreso. Sucesivos gobiernos priístas se abocaron a imponer su propia manera de entender al mundo, de controlar a todos y cada uno de los movimientos que tenían lugar a lo largo y ancho del país y, por ese medio, avanzar en sus modestos programas de desarrollo económico.
El paradigma del orden y control respondía directamente a la realidad postrevolucionaria. El PRI mismo se forjó como una estructura centralista orientada a fortalecer el reinado de un presidente -de una monarquía sexenal no hereditaria, como dijera Cosío Villegas-, mediante el sometimiento de toda oposición, en un principio sobre todo la de naturaleza caciquil. En el curso del tiempo, el ánimo centralista y controlador se extendió hacia los candidatos y partidos de oposición, factor que acabó por minar el reino priísta toda vez que sofocó las naturales e inevitables necesidades y manifestaciones de diversidad que toda sociedad va generando en el curso de su desarrollo, a la vez que limitó el potencial de desarrollo económico del país en su conjunto. Es decir, el centralismo a ultranza que tanto sirvió al proceso de pacificación luego de la lucha revolucionaria, acabó por revertirse en contra del sistema.
El dilema hoy se refiere a cómo acelerar el paso hacia la federalización del país sin que la nación se divida, a la vez que se sientan las bases para un desarrollo económico de altos vuelos. Es decir, el federalismo se ha tornado en una solución a los problemas que generó la política de control al absurdo. Los ejemplos de los excesos del pasado son por demás obvios. Uno, en particular, habla por sí mismo: todos sabemos que los problemas rurales e indígenas de Chiapas nada tienen que ver con la problemática agrícola de Sinaloa o Sonora; sin embargo, no existe en el país más que una estrategia de desarrollo agrícola. Lo mismo para la legislación en materia de derechos indígenas. Esta se justifica plenamente para algunas regiones y poblaciones del país, pero no para todas. En este contexto, ¿no sería más lógico facilitar iniciativas de desarrollo en ambos rubros a nivel regional, siempre que éstas no contravengan los principios generales de la política de desarrollo nacional y los acuerdos comerciales vigentes? La necesidad de adoptar caminos distintos hacia el desarrollo en las diversas regiones del país es por demás obvia. No así las soluciones concretas.
Hoy en día, muchos líderes regionales, en ocasiones legítimamente electos, en otras mero resabio del caciquismo tradicional, demandan el respeto a su autonomía y la oportunidad de liderar su propio destino. En principio, la noción del federalismo y la autonomía regional tiene todo el sentido del mundo y debe ser promovida en todos los frentes: desde el fiscal hasta el político. Una buena base de recaudación fiscal a nivel estatal y municipal permitiría transformar regiones enteras, razón por la cual debería ser activamente apoyada (e, incluso, subvencionada) por el fisco federal. En el ámbito político, la iniciativa ciudadana debe convertirse en la esencia de la democracia: a final de cuentas, son las decisiones de las autoridades locales las que más afectan la vida cotidiana de cada ciudadano; nada más saludable para el desarrollo del país que poder exigir la rendición de cuentas directamente al presidente municipal o al gobernador del estado. La teoría en ambos terrenos es no sólo obvia, sino indisputable. La pregunta es qué hacer cuando se trata no de gobernadores o presidentes municipales legítimamente electos y apoyados por la ciudadanía, sino de caciques impuestos que ejercen el poder a costa de la población, que abusan de sus facultades, que ejercen el poder detrás de autoridades que, aunque formalmente electas, no son más que meros títeres del verdadero gobernante.
En muchos de los conflictos políticos que hoy enfrenta el país, el dilema reside precisamente en cómo fortalecer el desarrollo político y económico a nivel local. Cuando se trata de un proceso político estable que cuenta con la presencia de una variedad relativamente amplia de participantes, comentaristas, organizaciones civiles, partidos políticos, empresarios y demás, la mejor manera en que el gobierno federal puede apoyar el desarrollo local reside en sacar las manos y dejar que resuelvan sus problemas a su manera. Es decir, que experimenten, que interactúen, que cometan sus propios errores y que deriven las conclusiones lógicas de cada una de sus acciones y decisiones. Hay un gran número de estados y municipios en el país en donde esto es la realidad cotidiana, donde autoridades locales y población desarrollan modos de interacción que, poco a poco, van fortaleciendo las estructuras institucionales y, por lo tanto, afianzando la estabilidad tanto económica como política.
En la medida en que esos avances se complementen con acciones decididas en el frente fiscal (que eleven y fortalezcan la recaudación a nivel estatal y municipal) y que se introduzcan nuevas formas de interacción política, sobre todo la reelección a nivel de presidentes municipales y de diputados y senadores, a nivel tanto estatal como federal, la población tendrá mucho mayor capacidad de hacer valer sus derechos, de exigirle cuentas a sus gobernantes y de lograr un mejor gobierno. Pequeños pasos en frentes clave pueden tener extraordinarias consecuencias.
El problema real de gobernabilidad en el momento actual no reside en los estados y municipios que ya tienen su propia dinámica de desarrollo, sino en el conjunto de localidades en que se siguen fraguando batallas derivadas de situaciones y conflictos de antaño que nunca se resolvieron. Es ahí donde se inscriben los conflictos en localidades como Yucatán, Tabasco y Chiapas, pero también las disputas postelectorales que han seguido nublando la consolidación democrática en el país. El nuevo gobierno tiene la necesidad de enfrentar esos conflictos pero, a la vez, de darle un nuevo cauce a la solución de los mismos. Hasta este momento, esta batalla no ha sido perdida, pero es claro que sus estrategias dejan mucho que desear.
El “nuevo” paradigma político no puede ser otro que el de la institucionalización democrática y legal del conflicto. Hoy, como hace setenta años, el problema es el mismo: cómo crear condiciones para que los conflictos que inevitablemente surgen, se puedan resolver de una manera institucional. La solución que Plutarco Elías Calles generó fue genial para su época. El conflicto se institucionalizaría a fuerzas, pero sin mayor dolor. Las partes en conflicto se incorporarían al nuevo partido (el PNR y luego sus dos sucesores, el PRM y el PRI) y, mientras se disciplinaran al jefe máximo, gozarían de enormes beneficios en términos tanto económicos (acceso a la corrupción), como políticos (acceso al poder). La solución fue tan brillante que le dio décadas de paz y estabilidad al país. El nuevo gobierno no puede volver a ese sistema, porque éste ya hizo implosión (eso explica su acceso al poder), y porque esa manera de resolver –o posponer- los conflictos no funciona en un mundo caracterizado por la competencia, la ubicuidad de la información y el deseo de cada ciudadano de decidir por sí mismo.
La única vertiente que puede adoptar el nuevo gobierno es la de la creación de un sistema político basado en reglas escritas, precisas y conocidas por todos. Esas reglas, emanadas del marco legal, tienen que convertirse en la razón de ser del sistema político y en la guía de acción del gobierno federal. Lo importante en ese esquema no reside en el resultado sino en el proceso: el gobierno federal se aboca a hacer posible que las partes acuerden la manera de resolver sus diferencias, como incipientemente ocurrió en Tabasco hace algunos meses. El gobierno no decide por las partes ni se dedica a imponer su visión del mundo o a tratar de controlar a cada uno de los actores para garantizar el resultado que más le gusta. Su función reside, única y exclusivamente, en crear condiciones para la resolución del conflicto, éstas basadas en la ley. Todos los instrumentos son válidos para lograr su cometido: desde la negociación hasta el uso legítimo de la fuerza pública; el hacer cumplir las órdenes de los tribunales y el proteger a las poblaciones más vulnerables. El punto es que el gobierno federal encauza y contribuye a resolver los conflictos, no a garantizar el resultado.
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