¿En qué consiste la falta de conversación a la que aludes?
Más allá de los problemas –estructurales y coyunturales- que aquejan al país, lo más impactante para mí como observador es la ausencia de una conversación nacional, sobre todo entre el gobierno y la sociedad. Es particularmente notoria la existencia de dos mundos: el del gobierno (realmente, el mundito en que se decide dentro del gobierno) y el de las redes sociales. Son dos planetas que se desconocen, ignoran y desprecian mutuamente, sin duda herencia del pasado autoritario: el gobierno hablaba, la población hacía como que oía, pero nadie escuchaba. Me pregunto si es concebible, en la era digital y de la ubicuidad de la información, llevar al país a buen puerto sin diálogo.
El fenómeno se reproduce en otros ámbitos, aunque se note menos. En el consejo directivo de una de las más grandes multinacionales se precian de haber recibido al presidente de la República y a varios de sus colaboradores; en algunas de las empresas más grandes de México se extrañan de que jamás han tenido acceso al presidente o su gabinete. Inevitable escuchar visiones radicalmente distintas de la dirección que lleva el país en cada uno de esos espacios.
Los anuncios del poder legislativo (y de algunos partidos) son particularmente reveladores del gran abismo que separa a la sociedad de sus políticos: se aprobó una determinada ley, nos dicen, y, por lo tanto cambiará la realidad. Similar mensaje envía el gobierno federal cuando argumenta que los problemas de los últimos meses no se deben a decisiones suyas, o a su inacción, sino a la resistencia de intereses particulares a sus reformas. Del lado gubernamental y legislativo se vive una realidad, del de la sociedad otra muy distinta. Cuando se aprobó en el Senado la iniciativa relativa al Distrito Federal, una twitera respondió a esta manera de ver al mundo con singular elocuencia: “Ya no se preocupen, seguro mañana sale una ley contra los narcobloqueos y todo arreglado”.
¿Cuál es la gravedad de este fenómeno?
La ausencia de una conversación nacional sobre los problemas del país y sobre las políticas públicas que se proponen para enfrentarlos se traduce no sólo en incredulidad y desconfianza, sino en el riesgo de anomia, es decir, de una alienación generalizada que acentúe las distancias entre gobernantes y gobernados e impida el progreso que todos supuestamente buscamos.
Hay dos maneras de concebir el problema. Una es mirando a las causas, la otra buscando formas de generar una interacción. Si bien los dos procesos son necesarios, una atención sistemática a las causas lleva a un callejón sin salida porque nadie quiere ceder. Por su parte, el inicio de una conversación puede conllevar a que ambas partes, sociedad y gobierno, comiencen a comprender la complejidad que cada uno enfrenta. El diálogo obligaría al gobierno a comprender lo que aqueja a la sociedad y a reconocer que no todo lo que demanda es absurdo y, quizá más relevante, que hay mayor receptividad de la que se imagina en los corredores gubernamentales. Una apertura a la interacción llevaría a la sociedad a percatarse que los gobernantes no son tan obtusos o ignorantes como supone y a reconocer las restricciones reales bajo las que opera. Mucho de lo que se cocina en el gobierno no responde a lo que la sociedad ve como necesario y muchas de las cosas que parecen obvias y se repiten ad-nauseam en las redes sociales son absurdas bajo cualquier rasero. Ambos lados se beneficiarían de una mejor comprensión del otro.
¿Cómo iniciar un diálogo?
Obviamente no es posible un intercambio abierto en un país de 115 millones de habitantes. Sin embargo, hay mil y un maneras en que se puede avanzar un intercambio que contribuya a construir un espacio de mayor sobriedad en el discurso y, por ende, de civilidad hacia el futuro. Sólo a título de ejemplo, está el modelo que los estadounidenses llaman “town hall meetings”, donde, en un auditorio, unas cien o doscientas personas se reúnen con el presidente –o sus funcionarios- con un formato flexible de preguntas y respuestas que es transmitido por televisión. Pero lo importante no es el formato sino el hecho: intercambiar puntos de vista, pero sobre todo explicar y tratar de convencer. En esta era es imposible gobernar sin convencer, algo que ha estado ausente en la política mexicana. Buenos argumentos pueden ganar comprensión y reconocimiento. Y legitimidad.
¿Esta falta de diálogo obstaculiza la transición democrática?
La gran virtud del sistema político priista de la primera mitad del siglo pasado, sobre todo en contraste con los regímenes autoritarios de Sudamérica, fue que permitió estabilidad y progreso económico. Ese sistema prefería la cooptación y la negociación a la violencia. Su gran defecto fue que, mientras que aquellas sociedades acabaron con sus dictaduras y se democratizaron, la nuestra preservó la cultura autoritaria de antaño, algo que ni los panistas alteraron. A falta de alternativa, y de la futilidad de actos efectistas en un contexto tan polarizado, una conversación nacional podría comenzar a erosionar esos silos que nos corroen.
En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional: es inconcebible el progreso en la era digital y de la globalización sin transparencia y convencimiento mutuo. Esa es una tarea de liderazgo.
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