La oposición extraviada

Morena

La cercanía del carnaval electoral del próximo 7 de junio –las federales intermedias y las locales en 17 entidades—, ha comenzado un proceso de selección de candidatos a los cientos de distintos puestos en disputa, el cual cada vez se ha vuelto más tortuoso, no tanto para los políticos, sino para los ciudadanos. Con un cinismo desconcertante, los partidos han perdido el recato en cuanto a la designación de aspirantes con pasados turbios, vínculos con actores corruptos, o simplemente ajenos a los intereses de la sociedad. El control que ejercen sobre los mecanismos de acceso al poder, vía prácticas cada vez más descaradas como la compra del voto o la generación de desincentivos para ir a sufragar, facilita a la partidocracia ignorar casi por completo a los electores.
Dados los múltiples escándalos que ha enfrentado la actual administración del presidente Enrique Peña, se esperaría una actitud más cuidadosa de la oposición en la selección de sus candidatos, a fin de ponerle cara al PRI e intentar diferenciarse del partido en el gobierno, al menos en el tema de la corrupción. Sin embargo, además de que los principales partidos opositores no se han podido recuperar de su derrota en los comicios de 2012, sus conflictos internos son cada vez más crudos, la amenaza de la escisión está latente y, más grave todavía, su credibilidad está muy lesionada a propósito de presentarse como una opción distinta a un priismo autoritario y corrupto. Si bien la oposición no es una construcción desde el gobierno como lo fue en la década de 1970 con los partidos satélites del PRI, el PAN podría estar experimentando una de las peores crisis de legitimidad en su historia, mientras la izquierda pierde fuerza ante una fragmentación no vista desde antes de la consolidación del Frente Democrático Nacional de 1988. Hoy, el problema de la oposición no es su incapacidad para conseguir triunfos electorales o, “de perdida”, porcentajes de votos suficientes en su afán de acceder a jugosas porciones del presupuesto; su aprieto es más alarmante. Tan aguda es la crisis partidista que no es nada difícil que los candidatos a la presidencia de los tres partidos grandes en 2018 sean priistas o ex priistas.
El uso cada día más frecuente del término “partidocracia”, es un síntoma claro de que parte de la ciudadanía percibe a los partidos como un conjunto de organizaciones políticas con escasas distinciones entre sí, pero con bastantes similitudes. No hay programas claros de gobierno, las prácticas de corrupción e impunidad se repiten sin cesar al seno de cualquiera de las militancias (sin importar su color), el sistema electoral se ha vuelto en rehén de los partidos, y los miembros de la clase política ya no tienen demasiado empacho en solaparse entre ellos. Por si fuera poco, la comodidad en la cual operan los partidos políticos, estén o no en el gobierno, presenta nimios incentivos para reinventarse, cambiar o, al menos, intentar convencer al electorado. Esto no es nuevo, ni data del presente sexenio. De hecho, el PRI volvió a Los Pinos prácticamente prometiendo el regreso de una falsa eficiencia de gobierno, disfrazada del mismo autoritarismo que lo hizo salir del poder hace casi tres lustros; el PAN clama por una tercera oportunidad, después de que el colapso de la segunda lo hizo caer hasta el tercer lugar de las preferencias electorales; por último, la izquierda se debate entre un PRD huérfano de caudillo por primera ocasión en su historia, y el progresivo impulso de MORENA y su retórica populista y mesiánica, aún creíble entre algunos sectores de la población.
El extravío de la oposición despierta algunas inquietudes sobre el futuro y la calidad la democracia mexicana. La oposición, al haber probado el poder en distintos niveles de gobierno, en lugar de demostrar ser una alternativa a las malas prácticas del régimen de partido hegemónico, prefirió mimetizarse, someter a la sociedad a una pluralidad crecientemente falaz y tomar ventaja de un sistema electoral que privilegia a los partidos y simula incentivos a la participación ciudadana (como la consulta popular, las candidaturas independientes y la iniciativa ciudadana, tres mecanismos prometedores en teoría, pero unos verdaderos galimatías en la práctica). Finalmente, la decepción por la partidocracia puede conducir a motivar la presencia de “falsos profetas”, los cuales van desde el voto nulo (un sufragio anulado es sólo eso, un voto sin valor), la postulación de candidatos de opereta (más que los habituales), o el fortalecimiento de personajes “antisistémicos” quienes, por qué no, tienen como principal aspiración incorporarse al sistema. Parece obvio decir que la respuesta para construir la democracia es el empoderamiento del ciudadano y la reducción de las atribuciones discrecionales de las autoridades vía la rendición de cuentas. La cuestión es que, en México, las autoridades se empoderan, ahora bajo el halo de una pluralidad simulada, mientras el ciudadano, por hartazgo, desilusión, sumisión o apatía, ve reducidas sus posibilidades de participar y, por tanto, de provocar un cambio.

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