El 2 de abril, Milenio publicó que fueron ejecutadas 1,025 personas tan sólo en el mes de marzo de este año. Si dicha cifra permaneciera constante a lo largo de todo el sexenio, tendríamos más de 73 mil 500 muertos, lo cual superaría las 70 mil muertes que, de acuerdo con declaraciones del secretario de Gobernación, Osorio Chong, hubo durante el periodo presidencial anterior. Peor aún, si tomamos en cuenta esta medición –o aquella reportada en La Jornada el 1 de abril de 2,821 ejecutados en los primeros cuatro meses de gestión de Enrique Peña— terminaríamos el año con más de 10 mil homicidios relacionados con el crimen organizado, comparable al monto de ejecuciones de 2010, el peor año de violencia durante el gobierno de Felipe Calderón. Sin embargo, no han sido pocos los foros donde el Comisionado Nacional de Seguridad, Manuel Mondragón, ha aseverado que la violencia del crimen organizado ha disminuido en el primer trimestre de 2013. Desafortunadamente, las cifras lo contradicen.
Una de las promesas de campaña del hoy presidente Peña fue cambiar la estrategia de combate a la delincuencia organizada y diferenciarse así de Calderón. Ciertamente, el actual gobierno ha dejado ver esa “diferencia”. La información oficial referente a la violencia e inseguridad en el país ha desaparecido casi por completo y el tema parece no ser una prioridad urgente. Llama la atención, por ejemplo, que no haya habido aún ningún gran acto oficial presentando una estrategia de seguridad como tal. En cambio, se ha hecho lo posible por enfocar a la opinión pública en las reformas legislativas aprobadas y en curso de serlo, así como en la intención de etiquetarse como un sexenio de prosperidad económica y acuerdos políticos. Entonces, la “diferencia” ha estribado en la manera de comunicar y difundir las acciones del gobierno en materia de seguridad (o más bien, en evitar hacerlo). En este sentido, destaca la ausencia de una métrica de indicadores oficiales para poder evaluar la política de la presente administración en el rubro. De esta forma, podría estarse aplicando la típica frase de los policías en la escena del crimen que solemos ver en las películas: “¡Apártense señores! ¡No hay nada que ver aquí!”.
Ahora bien, ¿hasta cuándo podrá sostenerse este intento de control mediático del fenómeno desde el silencio gubernamental? Dadas la prospectiva de una cada vez mayor complejidad en el mundo de la delincuencia organizada, en particular del narcotráfico, el panorama no es halagüeño. La evolución en el mercado de narcóticos (cambios en los precios de venta, tipos de drogas y consumo en Estados Unidos), la fragmentación de los grupos criminales a partir del “descabezamiento de cárteles” (que dejó grupos de delincuencia posiblemente de menor poder pero mayormente diversificados, con dinámicas celulares difíciles de ubicar, controlar y atacar, y mucho más violentos), la expansión de los grupos criminales a nuevas actividades delictivas más allá del comercio y producción de droga (cobro de piso, extorsión, secuestro, entre otros), y el resquebrajamiento de la dinámica social en múltiples municipios (falta de confianza y delincuencia menor ante las tasas de impunidad existentes), constituyen factores que acabarían destrozando cualquier estrategia de seguridad que sólo pretenda crear imágenes en vez de dar resultados concretos.
El gobierno de Enrique Peña todavía podría gozar de una especie de “periodo de gracia” para demostrar sus primeros logros en la atención a la inseguridad. No obstante, eso también tiene caducidad… y muy breve. El presidente pidió un año de plazo. Veremos si es que piensa salir airoso sólo “haciéndose de la vista gorda”, o en verdad se erige como un gobierno efectivo y eficaz contra la delincuencia. El problema de fondo es que, luego de nueve meses desde el día de la elección, la evidencia sugiere que el gobierno realmente no tiene una estrategia para el combate a la delincuencia más allá de quitar el tema de los medios. No parece este un medio muy promisorio para cambiar la realidad.
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