El 14 de noviembre pasado, los grupos parlamentarios del PRI y el PVEM presentaron una iniciativa que plantea una serie de reformas y adiciones constitucionales –involucrando a nueve artículos de la Carta Magna—en materia de responsabilidades y sanciones a los servidores públicos. Este proyecto, impulsado por el equipo del presidente electo, Enrique Peña Nieto, modificaría, entre otros artículos, el 113 constitucional, ordenando al Congreso de la Unión la expedición de una Ley Federal Anticorrupción y, en su apartado A, establecer los lineamientos generales para una Comisión Nacional Anticorrupción (CONAC). A grandes rasgos, ¿en qué consiste esta idea? ¿En verdad será algo que pudiera abonar a la eterna promesa de combatir la corrupción con efectividad?
De acuerdo con el texto de la propuesta, la CONAC sería “el órgano encargado de prevenir, investigar y sancionar, en la vía administrativa, los actos de corrupción cometidos por los servidores públicos de la Federación, y en vía de atracción, de Estados y Municipios…”. En teoría, este nuevo organismo tomaría las facultades (también, a la luz de la experiencia, más teóricas que prácticas) de la actual Secretaría de la Función Pública (SFP) y, de entrada, sería un organismo público autónomo con características bastante peculiares. Su diseño es similar a como fue ideada en sus orígenes –y se recalca, en sus orígenes—la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Si bien la CONAC no será una secretaría de Estado como la SFP, la designación de sus cinco comisionados la haría el presidente de la República. El Senado –o, en su defecto, la Comisión Permanente—sólo podrá objetar dichos nombramientos si así lo deciden las dos terceras partes de su quorum presente, es decir, no dependerían de la ratificación del Legislativo. Más allá de lo cuestionable en lo referente a la presunta imparcialidad del organismo, dados sus métodos de selección de comisionados, el esquema anticorrupción del gobierno entrante podría enfrentarse a problemas que van desde lo estructural, pasando por las “costumbres” de la burocracia e, incluso, por causa del mismo diseño institucional.
Es cierto que tanto la SFP, como su antecesora directa, la Contraloría de la Federación, pocos resultados pudieron entregar sobre funcionarios corruptos realmente sancionados, eficiencia terminal que se veía todavía más mermada cuando se trataba de mandos altos. La regla tácita de proteger redes y clientelas gubernamentales continuó operando como en antaño. Escándalos de corrupción fueron y vinieron, incluso en autoridades cercanas a los círculos mayores de poder, y jamás se vio siquiera una “reprimenda”. No fue reducido el número de casos de funcionarios federales que debieron haber renunciado por simple decoro, tomando en cuenta sus resultados y conducta como servidores públicos, y quienes, en cambio, permanecieron incólumes en sus cargos. En suma, los pretextos para desaparecer SFP sobran. Lo que sigue faltando es una respuesta institucional efectiva con el propósito de combatir la corrupción.
¿Será la CONAC una herramienta eficaz? Quién sabe. Por lo pronto, al ser una reforma constitucional y requerir un tiempo más o menos prolongado para su ratificación final, el nacimiento de la CONAC podría darse días, semanas o hasta meses después de que su antecesora haya desaparecido. Es casi un hecho que la SFP ya no existirá el 1 de diciembre. Si el Congreso de la Unión y la mayoría de las legislaturas estatales no avalan el proyecto para esa fecha, habrá un espacio sin institución de control y vigilancia de los funcionarios públicos (a menos claro que, en las reformas a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal que plantearán la reorganización del gabinete del gobierno peñista, se indique un artículo transitorio para llenar el vacío). ¿Será esto un buen comienzo?
El asunto no es meramente de carácter procesal. La gran pregunta es si el nuevo diseño responde a una lógica distinta a la que privó en el pasado. Para comenzar, no se puede ignorar que cuando se creó la Secretaría de la Contraloría en el sexenio de Miguel de la Madrid, el objetivo primario era conferirle al presidente un instrumento para controlar y, en su caso, sancionar a funcionarios corruptos, mecanismo que disfrazó de manera institucional lo que siempre se venía haciendo de facto. El cambio hacia la Función Pública fue para darle un carácter más institucional, pero no cambió la esencia: el ejecutivo seguía evaluando al ejecutivo. El verdadero cambió vendrá cuando sea otro poder, presuntamente el legislativo, el que evalúe al ejecutivo, eliminando con ello el evidente conflicto de interés. No es claro donde, en este contexto, queda la propuesta CONAC.
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