La flaqueza institucional de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), que encabeza Genaro García Luna, ha sido nuevamente la protagonista de las primeras planas de esta semana. Las irregularidades en el caso Tres Marías –donde, el 24 de agosto pasado, elementos de la Policía Federal atentaron contra un vehículo que transportaba personal del gobierno estadounidense y que era conducido por un elemento de la Marina—aún no se agotan. Por si fuera poco, la Procuraduría General de la República (PGR) se ha encargado se subrayar cada una de ellas y desnudar, a unas horas de terminar la gestión del presidente Calderón, el desorden del aparato de seguridad en México. Así, al tiempo que se desarrolla este escándalo mediático, se prevé la inminente reestructuración del modelo institucional de los sexenios panistas en materia de seguridad y justicia (recordar que fue Vicente Fox quien creó la SSP), para dar paso a la intención del presidente electo, Enrique Peña Nieto, de eliminar la SSP y regresar el control del aparato de seguridad pública, migratoria, Policía Federal y sistema penitenciario, al antiguo Palacio de Cobián: la Secretaría de Gobernación (SEGOB). La pregunta relevante es si en verdad alguno de esos dos modelos de estructura de la administración pública federal (o ninguno) puede responder mejor a las necesidades de una sociedad que exige acciones inmediatas en cuanto al combate a la delincuencia.
La estructura de seguridad pública bajo la que ha funcionado el país durante los últimos 12 años, respondió a un contexto político donde la alternancia partidista a nivel federal invitaba a cuestionar el modelo vigente durante el régimen autoritario. Antes de 2000, y sobretodo en las décadas de 1960 a la de 1980, el aparato de seguridad pública –controlado siempre desde SEGOB—respondió más a salvaguardar la integridad del gobierno que la de los ciudadanos. Esto había ido en detrimento de las capacidades de la autoridad en sus funciones de prevención del delito y de inteligencia criminal, la cual se mimetizaba con la inteligencia política. En aquél momento de transición, la prioridad era asegurar que el aparato de seguridad pública no sería más utilizado para perseguir fines que violentaran los principios democráticos. Sin embargo, la descentralización no fue acompañada de controles ni, mucho menos, de incentivos de coordinación interinstitucional: como tantas otras cosas, intereses personales coadyuvaron a que el proceso de decisión en esta materia no fuese pulcro. La crisis de violencia, aunque provocada por factores diversos, se convirtió pronto en un problema de gobernabilidad. De ahí que el modelo implementado en gestiones panistas hoy busque modificarse.
La racionalidad detrás de la propuesta de Peña reside en el entendimiento de la seguridad pública como un asunto de gobernabilidad y que, por tanto, corresponde a la SEGOB coordinar. Asimismo, se estima conveniente centralizar de nuevo la interlocución en este sentido en un solo funcionario con facultades y potestades claras, y no en tres o cuatro con poderes casi “místicos” o irremplazables. No obstante, en la opinión pública se han vertido argumentos que cuestionan la centralización de funciones con base en el uso que hicieron los gobiernos priistas del modelo durante el régimen autoritario. Más aún, subrayan que esta reincorporación puede resultar todavía más perniciosa que antes, dada la tecnología e inversión que se invirtió en la SSP durante el último sexenio. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en los tiempos del partido hegemónico, existen mayores contrapesos producto de la pausada, si bien presente a fin de cuentas, transición democrática. El papel de los poderes Legislativo y Judicial, de la sociedad civil, de los medios de comunicación y de la eventual intención de las nuevas autoridades de en verdad generar un cambio en la efectividad del sistema de justicia y seguridad, esbozan un contexto menos propicio para el resurgimiento del autoritarismo. Por lo pronto, habrá que mantenerse vigilantes; las tentaciones nunca faltan…
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