La reforma energética…sin su contenido.

PVEM

Veintiséis páginas de exposición de motivos; dos párrafos constitucionales modificados. Esto fue lo que presentó el pasado 12 de agosto el presidente Enrique Peña como su “reforma energética”. Durante su discurso de presentación de su iniciativa en Los Pinos, Peña Nieto utilizó una serie de herramientas retóricas más bien dirigidas a la opinión pública y los medios masivos de comunicación nacionales, y no tanto a los potenciales inversionistas. El mandatario habló de generación de “cientos de miles de empleos”, de retomar “palabra por palabra” el texto del artículo 27 constitucional avalado por el padre de la expropiación petrolera, Lázaro Cárdenas, y recalcó la figura de contratos de utilidad compartida (aunque no viene especificada en ningún lado en los cambios a la Constitución propuestos). La respuesta siguió un patrón peculiar. Primero, nada de esto emocionó demasiado a los mercados, lo cual se vio reflejado, sobre todo, en algunas reacciones en la prensa internacional. Luego siguieron comentarios calificando a la propuesta del mandatario mexicano como “poco atractiva”, “corta respecto a las expectativas” e, incluso “decepcionante”. Para el tercer día ya había aplausos por un lado y dudas sobre la capacidad del gobierno de aterrizar un proyecto integral, o sea con la legislación secundaria, capaz de satisfacer las expectativas. No obstante, la estrategia del Ejecutivo parece reconocer con mayor claridad que en administraciones federales anteriores, la necesidad de trabajar la reforma energética en dos momentos fundamentales: el político y el técnico.
Los cambios a los artículos 27 y 28 de la Constitución rompen con el tabú fundamental del “nacionalismo petrolero”, es decir, la prohibición expresa de participación privada, nacional o extranjera, en la cadena de extracción de hidrocarburos. Se ha dicho que esta acción contradiría la afirmación del presidente acerca del carácter “cardenista” de su reforma; no lo hace. La restricción a la firma de cualquier tipo de contratos en la industria petrolera data de una reforma constitucional promulgada en enero de 1960, no de las leyes inmediatamente derivadas del decreto de expropiación de 1938. De hecho, en las dos décadas siguientes al decreto de expropiación del presidente Cárdenas, PEMEX firmó contratos de diversa índole –incluso de los calificados “de riesgo”—con particulares. También es correcto que los abusos derivados de algunas de esas operaciones contractuales propiciaron la prohibición que promulgó López Mateos en 1960. Pero, que se toma “palabra por palabra” parte del texto cardenista no es falso.
A pesar de no ser menor el hecho de eliminar los candados primordiales contra la inversión de particulares en el sector energético, todavía están por verse los detalles de cómo será su operación. En el caso de los hidrocarburos, si bien en la exposición de motivos se esbozan cuestiones como los contratos de utilidad compartida, el replanteamiento del régimen fiscal de PEMEX (el cual podría estar en la próxima iniciativa de reforma hacendaria del Ejecutivo), y un eventual esquema de compensaciones en efectivo para quienes generen resultados en exploración y producción, hoy no se puede afirmar cuáles serían los alcances reales de la reforma. Es claro el ánimo de abrir el sector, pero no es igualmente evidente que exista una visión integral que sea idónea para los potenciales inversionistas.
Sin embargo, dejar para mejor ocasión los puntos finos de la reforma energética no parece del todo errado. Tocar el texto constitucional, no sólo en México sino en muchos países del mundo (donde existe cierta oposición, por supuesto), es todo un galimatías. El Congreso deberá aprobar con mayoría calificada –dos terceras partes del quorum presente a la hora de la votación—un solo dictamen en ambas cámaras. De ahí pasará a los congresos estatales para recibir el visto bueno de al menos 16 de esos 31 legislativos. Ante la conformación actual tanto del legislativo federal como de los de las entidades, se requerirá el consenso del PRI, el Partido Verde, el PANAL y uno de los dos principales partidos opositores, el cual, por coincidencias programáticas, sería Acción Nacional. En cambio, a fin de dar luz verde a las leyes reglamentarias, donde estará toda la sustancia de la reforma, bastará pasar sus dictámenes con mayorías simples en el Congreso de la Unión –la mitad más uno de sus quórums, cifra garantizada con el PRI y sus aliados—y no habrá necesidad de pasar a los legislativos locales.
En suma, el gobierno pretende reducir el tamaño de la “cucharada amarga” de una reforma constitucional, pero dejando el verdadero “remedio” en procedimientos menos tormentosos. La movilización en las calles vendrá, con o sin modificar la Constitución e, incluso, sin importar demasiado los detalles que vengan después. Si Peña quiere ser exitoso en el proceso, el costo de ello deberá calcularse y asumirse. Dado que el costo político de aprobar una buena reforma es idéntico al de aprobar una mala o insuficiente, la pregunta es si la que se ha propuesto es la mejor posible.

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