La legislación de la reforma política del Distrito Federal, constituye uno de los principales pendientes de los recién concluidos trabajos del periodo ordinario de sesiones del Congreso. A pesar de la molestia del PRD, el tema fue excluido de la agenda de la reforma político-electoral. Sin duda, los perredistas son los mayores interesados en que la capital del país cuente con un nuevo marco legal con autonomía de gestión, sobre todo en materia de presupuesto y uso de los recursos públicos. Así, la gran derrota del PRD en el contexto de las reformas enmarcadas por el Pacto por México, no fue su nula capacidad de freno a la apertura energética, sino el envío a “la congeladora” de la reforma política del D.F.
La cuestión más relevante de la reforma sería brindarle a la Ciudad de México mayor autonomía política y administrativa mediante la creación de una constitución política local. Dicho documento sería redactado por una Asamblea Constituyente, una figura transitoria, sucesoria de la actual Asamblea Legislativa (ALDF). Una vez promulgado el ordenamiento legal, el texto definirá cómo se conformará y qué facultades tendrá el Poder Legislativo local, es decir, si la ALDF se convierte en Congreso con las facultades constitucionales del resto de los estados, o tendrá un régimen especial, tal vez acotado desde la misma reforma (tal como ocurrió con el aparato transitorio de la energética). Es precisamente el tema de la Asamblea Constituyente el que detiene la reforma del D.F. Ni PRI ni PAN ven conveniente una fórmula donde el PRD tenga una representación equivalente a la que tiene hoy en la ALDF. El PRI hará alianza con el PAN para lograr un mejor posicionamiento. Eso pueden hacerlo dadas sus mayorías en el Congreso federal, el ente que, al final, aún tiene la última palabra acerca del destino de la entidad.
La actual organización política del D.F. constituye un mecanismo notable de control federal sobre el bastión político de la izquierda. Por otra parte, aunque el PAN ha tenido la reforma capitalina en su agenda por largo tiempo, hoy se enfrenta al dilema de respaldar al PRD en condiciones desfavorables para el panismo, o dejar las cosas como están. No menos relevante es el deseo del PRI por eventualmente recuperar la capital, un objetivo que, en complejidad y dificultad, se asemeja al famoso “sacar al PRI de los Pinos”. Esto reduce las probabilidades de que la reforma tenga trámite en el corto plazo.
No obstante, es sabido que los perredistas no han quedado con las manos vacías. El presupuesto sin precedente aprobado para el D.F. por el Congreso (156,837 millones de pesos), donde se incluye el llamado Fondo de Capitalidad y la asignación por primera vez en una administración de izquierda del Fondo de Aportaciones en Infraestructura Social (FAIS) a la entidad, no resulta nada despreciable. Ahora bien, sin la reforma política, el PRD seguirá dependiendo del Legislativo federal –o sea, de la Secretaría de Hacienda—para determinar elementos tan significativos como el techo de endeudamiento de la capital y el etiquetado de buena parte de las reasignaciones presupuestarias. Esto no ha parecido incomodar a un personaje como Miguel Ángel Mancera, quien no ha dudado en evidenciar su enorme cercanía con el gobierno federal. Ello no es criticable per se. Lo cuestionable es que esa “estrategia” no ha ido acompañada de un programa de gobierno.
Los problemas estructurales de la ciudad –abasto de agua, carencias en la infraestructura de transporte público, ausencia de un programa integral de movilidad, depredación de los espacios verdes, permisos de construcción otorgados con pocos o nulos criterios de sustentabilidad y, por supuesto, la inseguridad pública—siguen a la deriva. Con esto en mente, ¿cuáles serían los beneficios reales –para la ciudadanía, a diferencia del PRD- de que el D.F. adquiera mayor autonomía? Con un gobierno sin rumbo claro, la opción se antoja más riesgosa que deseable.
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