En las últimas semanas, mucho se ha hablado de las repercusiones de las leyes secundarias en telecomunicaciones y energía. Los debates en la opinión pública advierten sobre la presunta protección que el gobierno federal desea prodigar a los intereses de las grandes televisoras o a la preponderancia del gigante telefónico del país; también manifiestan su preocupación ante la “falta de información” que la administración Peña Nieto ha ofrecido a los ciudadanos acerca de los supuestos beneficios de la apertura energética. Sin embargo, poco o nada se ha puesto atención a la reforma que, en cierto sentido, pudiera ser el eje de la implementación de todas las demás: la político-electoral.
La normatividad respecto al acceso al poder público (y a los recursos del erario) no es cuestión menor. La reforma político-electoral, publicada en el Diario Oficial el pasado 10 de febrero, implicó cambios a treinta artículos de la Constitución y prescribe la confección de nuevas leyes en materia de partidos políticos, procedimientos comiciales, y delitos electorales. En el artículo segundo transitorio de la reforma, el Congreso se autoimpuso la obligación de concretar dichas leyes reglamentarias antes del 30 de abril. Por enésima vez en este frenesí de reformas que ha sido la LXII Legislatura, los tribunos incumplieron los plazos y ahora han anunciado que convocarán a un periodo extraordinario de sesiones –programado a iniciar el 14 de mayo—, con la intención de sacar adelante este pendiente en específico. Ahora bien, de acuerdo al artículo 105 de la carta magna, si no se concretaran esas reglamentaciones para julio, es decir, noventa días antes de que en octubre próximo dé inicio formal el proceso electoral federal de 2015, se tendría que operar con el marco legal vigente. Ciertamente, una modificación “de emergencia” al artículo 210 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) podría modificar (en un acto de acrobacia legislativa) la fecha de arranque del proceso y, con ello, facilitar que las nuevas leyes entren en vigor. No obstante, lo preocupante no es tanto el retraso, ni la cada vez más sofisticada habilidad de los legisladores para estirar el tiempo legislativo, sino la calidad de sus productos y, por supuesto, las señales que mandan los partidos acerca de su incapacidad o falta de voluntad (o ambas) a fin de llegar a acuerdos en temas básicos para la interacción política. Todo esto sin mencionar la postergación –pendiente desde la reforma previa de 2012—de procesar las reglas de mecanismos de participación ciudadana fuera del actual monopolio de la partidocracia como las candidaturas independientes.
Los reclamos mutuos entre los partidos respecto a presuntas anomalías emanadas de violaciones a la ley o, en su defecto, de la inexistencia de claridad en las reglas, vuelven a sentar en la mesa de negociaciones a los liderazgos políticos. Lo malo es que la experiencia indica como complejizar las leyes electorales no necesariamente mejora su funcionamiento. Por el contrario, el prurito de las reformas electorales recurrentes es indicativo de la profunda y creciente desconfianza entre los actores involucrados (jueces y partes, por cierto). Aunque en el pasado las reformas electorales resultaron fundamentales en el propósito de sentar las bases para la transición democrática –en particular la de 1996 y la llamada “ciudadanización” del ya extinto IFE—, ahora más bien parecen caprichos que, incluso si fuesen cumplidos, seguirían dejando insatisfechos a todos. Desde el escabroso proceso comicial de 2006, cada ciclo político ha buscado la “puerta fácil” de derruir al árbitro, llegando ahora al extremo de cambiarle el nombre, atiborrarlo de facultades y, muy posiblemente, dejarlo a la deriva con lineamientos confusos. En el juego del dominó electoral, los partidos nunca quedan conforme con el resultado de las partidas y “vuelven a hacer la sopa” como si esto fuera a modificar la naturaleza de la dinámica política del país. Eso sí, continuando con la figura del dominó, pasan del “tradicional” al “cubano”, más fichas, más incertidumbre y más potencial de conflicto. Al final del día, lo que puede concluirse es que el objetivo ha dejado de ser fomentar la competencia; en pocas palabras, no es el desarrollo de la democracia lo que les interesa.
Lo evidente es que la falta-imposibilidad- de acuerdo en temas básicos para la interacción política y partidista y, sobre todo, la enorme desconfianza que revela la mera necesidad de tantas regulaciones y controles, jamás dejara satisfechos a los partidos. Lo que buscan no es una ley que norme los procesos político -electorales sino una camisa de fuerza que obligue a un resultado sobre el que no hay, ni puede haber, consenso porque, a final de cuentas, las elecciones son un juego de suma cero. Por años parecía que las sucesivas reformas en estas materias iban avanzando hacia la creación de un entorno susceptible de una competencia equitativa; la de 1996 en particular constituyo un avance definitivo. Hoy es claro que lo único que satisface a los partidos es la victoria y esta solo uno la puede lograr. Seguro habrá más reformas pero igual de seguro es que no existe el contexto idóneo en los partidos -y en la sociedad- para lograr un entorno de competencia que pueda dejar satisfechos a todos. El objetivo ha dejado de ser la competencia: ahora el objetivo de facto es reformar permanentemente.
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