El viernes 19 de abril la Torre de Rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México fue invadida de forma violenta y capturada por una veintena de jóvenes encapuchados. Entre sus múltiples demandas, la principal consiste en la reinstalación de cinco jóvenes expulsados del CCH (a raíz de la comisión de actos de violencia en el mes de febrero). Dichas expulsiones fueron confirmadas el martes pasado por el Tribunal Universitario y parece no haber posibilidad de dar marcha atrás; sin embargo, el edificio de Rectoría continúa bajo su control. Por su parte, las autoridades universitarias han presentado una denuncia ante la PGR y, así, transferido a dicha autoridad la responsabilidad de decidir el curso de la acción en el asunto.
Es necesario situar la toma de Rectoría dentro del contexto social que se ha producido en los últimos meses. En este sentido, ha incrementado la notoriedad de agrupaciones sectorizadas con un cariz violento: los anarquistas del primero de diciembre, el magisterio de Oaxaca y Guerrero, los grupos de autodefensa de la misma región y la reaparición de grupos zapatistas. Parecería que el regreso del PRI y sus primeras acciones en el gobierno han modificado los arreglos sociales existentes provocando un reacomodo en las distintas fuerzas del país. Todos estos grupos, en mayor o menor grado, han puesto en entredicho la capacidad del gobierno para mantener el Estado de Derecho. La toma de Rectoría desafía también al gobierno aunque representa un caso especial, no por el reto que implica desalojar a un grupo pequeño de jóvenes, sino por el simbolismo que conlleva hacer uso de la fuerza pública en la universidad. Ante un escenario así, reaparecen los fantasmas del pasado, aquellos que de forma justificada han deslegitimado el uso de la fuerza por parte del gobierno. Alrededor de estos fantasmas se ha elaborado una narrativa que reprocha el uso de la fuerza pública en cualquier instancia y que, bajo el argumento de la represión, inhibe al gobierno de su uso. En este sentido, no es necesario remontarse mucho atrás para encontrar episodios que dan sustento a esta narrativa, por ejemplo las violaciones a derechos humanos (documentadas por la CNDH) del primero de diciembre del año pasado.
El reto que tienen frente a sí las autoridades al mando de la fuerza pública, consiste en modificar esta narrativa, cosa que comenzaron a hacer, así fuera de manera tentativa, en la remoción del bloqueo en la carretera de Acapulco. No es menor que ahora dichas autoridades cuenten con el respaldo de la legitimidad democrática para ejercer la fuerza (lo cual no ocurría con los gobiernos del siglo XX). Sin embargo, para que este cambio de paradigma se produzca, es necesario que se acompañe de hechos que lo sustenten, lo que significa impedir que el uso de la fuerza derive en excesos. La dificultad de lograr un uso estratégico de la fuerza se incrementa ante la aparición de más casos similares (como la reciente toma de la rectoría de la UAM), pues aumentan las posibilidades de cometer errores que deslegitimen su uso y refuercen la narrativa vigente. Quizá sea este el verdadero objetivo de los grupos violentos.
Con todo, quedan muchas interrogantes: ¿se trata de un conjunto de movilizaciones coordinadas o cada una es independiente? ¿existe un objetivo de desafiar la autoridad del gobierno o se trata de conflictos emergentes que se presentan de manera natural? ¿hay políticos prominentes involucrados y manipulando a los contingentes o se trata de ciudadanos enarbolando causas propias?
En el caso de la UNAM, una vez que la opción del diálogo fue descarta y desde que la denuncia fue realizada, los costos políticos de postergar la acción policiaca aumentan, pues el mensaje que se transmite es el de una autoridad titubeante. La importancia de mandar los mensajes adecuados, en relación con la capacidad del gobierno para obligar a respetar el Estado de Derecho, aumenta ante la inminencia del debate energético (la mayor apuesta del actual gobierno). Intentar una reforma de esta naturaleza tiene altas posibilidades de polarizar a la sociedad y favorecer la radicalización de ciertos sectores sociales. Al gobierno le conviene que desde ahora quede demostrada su eficacia para responder a situaciones de riesgo, de lo contrario solo contribuirá al sobrecalentamiento de una olla de presión. Para ello será crucial tener clara la naturaleza del fenómeno que enfrenta.
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