La explosión de gas L.P. que destruyó la mayoría del Hospital Materno Infantil de Cuajimalpa, en la mañana del 29 de enero pasado, exhibió los múltiples problemas que enfrenta esa industria en México. A raíz de la tragedia, ha vuelto el debate acerca de la calidad de la infraestructura instalada en hogares, establecimientos y edificios públicos para el almacenamiento de este combustible, así como el estado que guardan las pipas y tanques individuales por medio de los cuales se distribuye. Más allá de quienes resulten responsables del accidente una vez terminadas las investigaciones de la procuraduría capitalina, lo más importante es minimizar este tipo de contingencias en el futuro. Para ello, se debe distinguir si la regulación actual permite el uso seguro de este energético o si, pese a la legislación, la corrupción e impunidad –o, más frecuentemente, la desidia- propician la recurrencia de este tipo de catástrofes.
Cabe recordar que, a diferencia de la tendencia internacional a utilizar gas natural, sobre todo para consumo doméstico –cuyo aprovisionamiento es por vía de ductos subterráneos—, México se erige como el primer lugar mundial en ese rubro. Si bien las resistencias contra la expansión de la red de gas natural suelen ser motivadas por la misma industria del gas L.P. (así como la promoción de una falaz prensa negativa sobre la supuesta peligrosidad de los gasoductos en el subsuelo), acontecimientos como el de Cuajimalpa podrían ser una coyuntura para reabrir una discusión objetiva acerca de la pertinencia de replantear el marco operativo de las gaseras, tanto del L.P. como del natural. No obstante, como se mencionó anteriormente, aunque finalmente el gas natural rompiera las barreras a la entrada por parte del gremio de gaseros licuados de petróleo, en particular en el Distrito Federal, no se puede esperar que ya no haya accidentes sólo por cambiar de combustible. Por ejemplo, ¿cuántas fugas de agua se reportan mensualmente porque los ductos se quiebran por falta de mantenimiento, excavaciones mal hechas, o fracturas del terreno? ¿Qué impedirá que la red de distribución del gas natural no quede expuesta a estos problemas?
Ciertamente, el gas L.P. puede ser objeto de cuestionamientos válidos. Sin embargo, esta posición no contempla que el gran problema de fondo es la desidia con que se administra todo, en ocasiones producto de corrupción e impunidad, pero en muchos casos meramente resultado de mero descuido o negligencia por parte de autoridades que no le otorgan importancia alguna a los peligros que yacen detrás y dentro de la infraestructura del caótico urbanismo en México. Aunque es cierto que las grandes ciudades del mundo utilizan en su mayoría gas natural sobre el gas L.P., porque la red instalada en el subsuelo reduce los peligros del transporte del combustible –en pipas o en cilindros –y del almacenamiento del mismo –al no tener reservas guardadas en tanques o cilindros que son potenciales bombas de tiempo –, lo más relevante es que, en muchos de estos países, se hace cumplir la ley y se sanciona a autoridades o empresas que permiten que la infraestructura sea riesgosa por falta de mantenimiento. En el país han habido al menos una decena de explosiones similares en los últimos treinta años, y el común denominador no es el combustible –habiendo casos de gas L.P., gasolina, petróleo, gas natural –sino que en todos se acusaba infraestructura desgastada, falta de revisión de las autoridades y que prácticamente en ninguno se fincaron responsabilidades. El tema central es la pequeñez de la visión que yace dentro de la función gubernamental, pero la gravedad se exacerba cuando su incidencia acarrea consecuencias fatales.
Las grandes tragedias suelen servir para recordarles tanto a autoridades como a ciudadanos que es necesario contar con medidas precautorias básicas a fin de aminorar el riesgo de futuros eventos similares. Por ejemplo, tras el terremoto de 1985 y la cruda evidencia de un urbanismo poco planificado, las autoridades capitalinas tomaron cartas en el asunto y diseñaron un esquema regulatorio respecto a los reglamentos de construcción, con la intención de crear estándares encaminados a tener mejores edificaciones y así evitar colapsos en una zona inevitablemente sísmica. ¿Vendrá un desarrollo similar tras el evento de Cuajimalpa en cuanto a un eventual cambio de paradigma que haga a las autoridades mucho más responsables en garantizar la seguridad en el uso, manejo y distribución de combustibles? La máxima “ahogado el niño, se tapa el pozo” aplicaría a la perfección en el caso; lo malo es cuando ni siquiera hay los incentivos para “tapar el pozo”.
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