La seguridad tanto de los electores como de los candidatos es una condición necesaria sin la cual no se pueden garantizar una serie de principios fundamentales de la democracia. Sin embargo, en los últimos meses, conforme se acercan las elecciones, se han presentado una serie de asesinatos, atentados, desapariciones y amenazas contra diversos aspirantes a puestos de elección popular en por lo menos ocho estados. De acuerdo con el IFE, en 2012, aproximadamente 20% del territorio nacional votó bajo la amenaza de la violencia, afectando a 3.5 millones de mexicanos, lo que equivale a uno de cada cinco electores. A pesar de que, en primera instancia, la violencia es un problema de seguridad pública y, por ende, su atención debiera remitirse a las jurisdicciones locales, el fenómeno presenta riesgos mayores, sobre todo ante el no poco frecuente involucramiento del crimen organizado.
El aumento de grupos criminales y la reducción de su tamaño han hecho que la disputa territorial sea más fragmentada y, en consecuencia, encarnizada. De esta manera, la delincuencia no sólo compite por espacios físicos, sino por controles políticos, de ahí su interés por mantener “colaboración estrecha” con autoridades estatales y municipales. No es casualidad que los asesinatos y atentados contra candidatos a asumir puestos de gobierno se suelen presentar principalmente en estados con altas tasas de violencia. También es dable plantear la hipótesis de si al menos parte de la violencia contra candidatos en esos estados tiene que ver con falta de compromiso de estos con los intereses de la criminalidad y, viceversa, que la ausencia de violencia contra candidatos en esos mismos estados refleje un contubernio.
Cualquiera que sea el caso, cabe la pregunta de si este fenómeno pudiera expandirse hacia otros estados no tan asediados por la crisis de seguridad que vive el país o, peor aún, hacia el ámbito de lo federal. Algunas hipótesis sugieren que esto último no ha sucedido porque no se han atacado los verdaderos intereses de los grupos criminales (es decir, sus finanzas), o simplemente porque las organizaciones criminales no tienen fines políticos, al menos más allá de proteger sus negocios. También es importante señalar que a nivel federal existen más recursos, mayor organización e instituciones más sólidas.
En términos de injerencia económica en los procesos electorales, la fiscalización, la transparencia y la rendición de cuentas son herramientas que pueden disuadir (más o menos) a las organizaciones criminales. No obstante, el control político como estrategia de la delincuencia es otra historia. Sin pretender necesariamente sentarse en las sillas del cabildo o de un palacio de gobierno, los delincuentes sí podrían estar interesados en disuadir a un personaje, partido o grupo de llegar a un cargo de elección popular. También puede darse el caso opuesto, es decir, que grupos criminales tuvieran interés en que alguien los represente (recordar el caso del ex diputado Julio César Godoy y sus presuntos vínculos con el entonces líder de La Familia Michoacana).
Ahora bien, tampoco se debe desestimar que no todo crimen deviene del narcotráfico. Las entidades y, más aún, los municipios, han protagonizado por décadas escenarios de la crudeza de la política no institucional del “México bronco”. Las rencillas políticas locales han sido la motivación de violencia electoral por mucho tiempo. Sin embargo, estos hechos pocas veces trascendían a nivel nacional, incluso ni siquiera llegaban a conocerse en las capitales de los estados. Esto obedecía al sistema general de controles verticales que caracterizaba al sistema y, en específico, al control que muchos gobernadores tenían sobre la prensa local. Hoy, aunque en algunos casos prevalece esta capacidad de control de medios, la apertura democrática ha facilitado que hechos de esa índole no permanezcan en el anonimato. Esto también conduce a un tema poco debatido en México: la tenue línea entre seguridad y democracia. Si el gobierno en turno –en cualquiera de los tres niveles—es el encargado de la seguridad y está facultado tanto para proteger a candidatos, como discernir quien tiene o no nexos criminales, se puede generar un incentivo perverso para intervenir de manera dolosa en la vida interna de la oposición política. Es decir, no sólo tenemos una democracia no consolidada, sino que el entorno de violencia y criminalidad en que funciona ofrece innumerables posibilidades para que diversos intereses hagan de las suyas, cada uno por sus propias razones. El tema es mucho más espinoso de lo que parece.
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