En Guerrero, a lo largo de las últimas semanas, dado un marco de violencia e incertidumbre nutrido por la continuada beligerancia de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación (CETEG), su pretensión de boicot a los comicios del 7 de junio, la toma de las sedes de juntas distritales electorales en municipios como Tlapa, Chilpancingo, Zihuatanejo e, incluso, Acapulco, aunado al reciente asesinato de una precandidata del PRD en el municipio de Ahuacuotzingo, y las frecuentes amenazas de grupos criminales a políticos, funcionarios y empresarios, algunas voces han invitado a analizar la posibilidad de posponer las elecciones. Cabe recordar que los guerrerenses votarán por diputados federales, gobernador, presidentes municipales y congresistas locales. En este sentido, las autoridades del Instituto Nacional Electoral (INE) y del Instituto Electoral y de Participación Ciudadana de Guerrero (IEPC), las cuales estarán a cargo de forma conjunta del proceso, han salido constantemente a decir que las elecciones son impostergables. ¿En verdad esta postura es sostenible?
Políticamente, la opción de suspender las elecciones es casi imposible. El involucramiento de las autoridades federales en los intentos por apaciguar la entidad –por ejemplo, con la intervención de la Gendarmería Nacional en Acapulco y la presencia del Ejército y la Policía Federal a lo largo del territorio guerrerense—, de alguna manera compromete a la administración del presidente Peña a dar una imagen de paulatina normalización de la situación en Guerrero. Del mismo modo, aunque varios guerrerenses de la escena política nacional, desde legisladores hasta secretarias de Estado, pudieron haberse encontrado interesados en contender por la gubernatura, pero acabaron desistiendo por el escalamiento en los conflictos, eso no implica que nadie más quiera “bajar ese balón” (o más bien, “cachar esa papa caliente”). El interés de actores políticos locales, no tanto por consolidar la gobernabilidad de su estado, sino por administrar los nada despreciables recursos emanados de los polos de riqueza de Guerrero (absorbiendo los costos de la ya asumida ausencia de estado de derecho en un alto porcentaje de sus municipios), hace que la celebración de las elecciones sea algo imperativo para ellos.
Legalmente, la alternativa contemplada no es tanto la posposición, sino la eventual anulación de los comicios y posterior convocatoria a una jornada electoral extraordinaria. Ahora bien, a pesar de que la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral y su correspondiente ley local en Guerrero prescriben la nulidad en el evento de no haberse instalado 20 por ciento de las casillas en una jurisdicción determinada (sección o distrito), y en el 20 por ciento de las secciones del estado en el caso de la elección de gobernador, así como cuando ocurran hechos graves que “en forma evidente, pongan en duda la certeza de la votación y sean determinantes para el resultado de la misma”, la cuestión no es tan sencilla. Por ejemplo, el criterio de nulidad numérica se activaría si hubiera irregularidades en 550 de las 2,749 secciones electorales de Guerrero, o se anularan 966 de las 4,826 casillas que, a un corte del 31 de enero de 2015, las autoridades proyectan instalar. En algunas notas periodísticas se ha reportado que la CETEG y otros actores beligerantes podrían controlar hasta 60 por ciento de las casillas en la entidad, aunque tanto el INE como el IEPC dicen ya tener contempladas sedes alternas a fin de evitar cualquier boicot. Además, no está del todo claro si el magisterio disidente tendrá la fuerza para descarrilar la elección. Cabe recordar un incidente reciente en un módulo de expedición de credenciales para votar en Acapulco, en el cual los mismos ciudadanos que hacían fila a fin de tramitar su documento terminaron por expulsar a los rijosos. Por otra parte, los grupos del narcotráfico no parecen estar interesados en un boicot electoral. Sus medios de presión son otros y, más bien, se colocarán a la espera de saber quiénes llegarán a las posiciones institucionales de poder; entonces será momento de negociar o, en su defecto, de amenazar. Por último, la invocación del subjetivísimo criterio de “poner en duda la certeza de la elección” es casi una fantasía.
Finalmente, un punto de mayor fondo en la discusión es el de qué tan legítima será una elección a la luz de la situación política y social imperante en Guerrero. Sin embargo, en un país como México donde se confunde legitimidad con legalidad –igual por ignorancia que con toda conciencia—, y donde la concepción de legalidad suele implicar la interpretación y aplicación ad hoc de las leyes, lo menos relevante en términos del resultado acaban siendo las condiciones bajo las cuales se obtuvo. De ningún modo eso es celebrable; por el contrario, un sistema concebido bajo la sombra del desdén a la legitimidad, en especial uno que se dice democrático –sin aspirar necesaria y genuinamente a serlo—, está destinado a replicar sus vicios por tiempo indefinido.
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