Las instituciones políticas de México están atravesando por una severa crisis. La elección del pasado 2 de julio las está llevando al límite y las somete a una de las pruebas más difíciles de nuestra historia.
El proceso de democratización, que se enfocó durante tantos años en el sistema electoral y el de partidos, no avanzó de igual forma y al mismo ritmo en el resto de los elementos del sistema político.
El país que por un lado daba forma e institucionalizaba el pluralismo mediante los partidos políticos, por el otro no creaba los mecanismos para la construcción de acuerdos en un Congreso plural; el sistema que avanzaba en la defensa de la libertad de expresión, no creaba simultáneamente el marco institucional adecuado para contar con un sistema plural y abierto de medios de comunicación; el poder que por un lado era acotado en los viejos instrumentos del autoritarismo, por el otro no se le dotaba de las nuevas herramientas de la democracia.
Además, si lo analizamos con cuidado, de 1996 a 2006 ni siquiera fuimos capaces de continuar con las reformas de segunda generación que necesitaban el sistema electoral y el de partidos.
Es verdad que tenemos un problema de diseño institucional integral, de ingeniería constitucional, como lo llamó Giovanni Sartori. Pero, lo más grave, es que dejamos de hacer reformas. La inercia de transformación electoral fue interrumpida y la reforma del Estado nunca llegó. No es que en diez años se hayan hecho buenas o malas reformas al poder político en México, es que en diez años no se hicieron reformas y hoy estamos pagando las consecuencias.
La transición y la alternancia cayeron en el vacío. No se dio forma institucional a los procesos políticos que experimentó el país, por eso, las instituciones que hoy soportan el cambio democrático de México están siendo ineficaces e insuficientes para procesar el conflicto.
López Obrador sentenció en el Zócalo el 1 de septiembre: “¡Que se vayan al diablo con sus instituciones!”, marcando con palabras lo que en los hechos estaba sucediendo a unas cuadras de ahí, con el Congreso, el Presidente, la división de poderes, el Informe de Gobierno y una que otra de nuestras garantías individuales en el marco del “sitio de San Lázaro”.
Si vamos al fondo, las instituciones que hoy son mandadas al diablo son realmente muy poco defendibles.
Aunque estemos plenamente convencidos de las bondades del camino institucional, en abstracto, ¿cómo las defendemos en concreto?, ¿cómo defendemos un sistema normativo con un umbral tan amplio de incumplimiento?, ¿cómo apelamos a instituciones que en muchos casos son de papel?, ¿cómo defendemos éticamente a instituciones que están capturadas por intereses o poderes fácticos?, ¿cómo podemos estar de acuerdo en conservar instituciones que no benefician a la mayoría de los ciudadanos?
Realmente, estamos ante un nudo que debemos destrabar con inteligencia.
En materia de instituciones políticas sabemos que no podemos tirarlo todo para volver a empezar el país de cero. Sería absurdo e irresponsable, además, algo habrá en nuestra vida institucional que merezca la pena ser conservado. Pero, por otra parte, tenemos claro que México no se desarrolla porque tenemos instituciones pícaras que son verdaderas fachadas para la defensa de intereses particulares.
El marco institucional le quedó chico a nuestra democracia. Una vez más en nuestra historia, necesitamos transitar del país de caudillos al de instituciones. Debemos apostarle al proceso de institucionalización del poder político, que consiste en transitar del personal, arbitrario y sin límites conocidos, al poder mediante normas, con facultades explícitas y límites ciertos.
El cambio necesario, indispensable, de las instituciones que hoy tiene nuestro país, es posible por dos vías: 1) el cambio de las instituciones, desde y dentro de las mismas o, 2), el cambio de las instituciones por medio de una revolución.
Sabemos las dificultades y resistencias que implica pretender cambiar las instituciones con el Congreso, el Ejecutivo y los partidos que tenemos; pero también debemos entender los riesgos que entraña emprender una aventura revolucionaria, violenta, que México ya vivió y alguna experiencia debe aportarnos en la memoria colectiva.
México tiene que optar, entre dos males, por el mal menor. A pesar de las dificultades, la ruta obvia y razonable es apostarle al cambio de las instituciones, desde las instituciones.
El nuevo gobierno debe leer correctamente esta crisis y convertirla en oportunidad. La presión de la oposición puede ser el incentivo para conseguir reformas políticas sustantivas, si se tiene claridad, si se sabe priorizar y si se concentran los esfuerzos en los temas clave de esta crisis.
Las instituciones que regresan de su visita con el diablo tienen, en las próximas semanas, la que puede ser su última oportunidad. Si se van al diablo, de verdad, quién sabe en cuánto tiempo regresarán…
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