Los abominables crímenes contra un grupo de turistas españoles en la Zona Diamante de Acapulco ocurridos el primer “fin de semana largo” de este año, han vuelto a poner los ojos en la crisis de inseguridad que vive el puerto desde hace ya varios meses. La situación es tan delicada que, por mencionar un indicador, tres candidatos a ocupar el cargo de secretario de Seguridad Pública del municipio habrían rechazado la oferta del alcalde Luis Walton. No obstante, como es sabido, el recrudecimiento de la inseguridad y, más preocupante aún, el debilitamiento de las autoridades para encararlas se ha dado en varios puntos de Guerrero. Basta recordar la existencia de grupos civiles que, ante la inoperancia de los cuerpos policiacos formales, han decidido hacer justicia por propia mano en comunidades de las regiones de la Costa Chica y la Montaña, capturando y amenazando con procesar a su modo a presuntos secuestradores y extorsionadores. Esto, en muchas ocasiones, genera un estado de cosas tan o más riesgoso que la propia delincuencia: mayores abusos de poder encubiertos en el supuesto halo de la justicia. A manera de ilustración, el mismo fin de semana del incidente de los españoles, una pareja de turistas del D.F. fueron agredidos por “agentes comunitarios” por no acceder a detenerse en un retén colocado en un municipio aledaño a Acapulco. Entonces, de cara a los crecientes vacíos de autoridad en Guerrero, ¿son las “policías comunitarias” un remedio peor que la enfermedad?
Las “policías comunitarias” no son un fenómeno nuevo. En 1995, debido a un alza en la violencia regional, el gobierno de Guerrero aprobó la creación de estos cuerpos. Su tarea consistiría en la detención de sospechosos y su remisión a la procuraduría estatal. Sin embargo, sólo tres años después, las comunidades decidieron también juzgar a los detenidos, bajo el argumento de que la Procuraduría liberaba a todos los detenidos. Así nació la Coordinación Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), integrada por cerca de mil elementos distribuidos en doce municipios. Lo inquietante del caso es que a raíz de la persistente ineficacia de la autoridad, nuevos grupos de autodefensa han surgido en la zona. A comienzos del año en curso se creó la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), quienes aducen que el gobierno ha sido omiso en el combate a la delincuencia organizada. La UPOEG ha tomado como estandarte el combate a este tipo de delincuencia y, en esa lógica, ha detenido a más de medio centenar de personas para ser juzgadas por un tribunal popular.
Queda claro que la existencia de estos grupos es consecuencia de la incapacidad del estado para garantizar los mínimos estándares de seguridad en la región. Mucho de esto se debe a que la atención gubernamental se focalizó en centros urbanos (sin resultados convincentes, como lo prueba Acapulco) y su presencia se diluyó en zonas rurales. Ante el vacío de autoridad y la amenaza del crimen, los pueblos se han visto obligados a asumir funciones que en principio no les corresponden. ¿Cuál es el futuro de estas organizaciones? El asunto no es de fácil solución, pues en él concurren problemas de ingobernabilidad, inseguridad y hasta los relativos a la autonomía de los pueblos indígenas. Como anécdota (y señal de alarma) cabe anotar la declaración del presidente municipal de Ayutla, quien afirmó que ahora hay dos tipos de policías “los que llevan uniforme y otro que lleva pasamontañas, que es mucho más valiente”. Esto, sin duda, contrasta con los sollozos del alcalde Walton suplicando por ayuda a la Federación. Cuando la autoridad llora y el pueblo ruge, el escenario no es halagüeño.
Más allá de Acapulco y Guerrero, el gran tema de los próximos años será el de construir un nuevo sistema de seguridad que satisfaga las necesidades mínimas de la población. ¿Qué “modelo policial” es el bueno? Nuevo León ha dado avances notables, Morelos está probando nuevas fórmulas, Chihuahua ha logrado algunos resultados. Modelos no faltan. Lo que falta es que logren el resultado deseado.
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