En días pasados, Reforma publicó filtraciones acerca del uso sui generis de los recursos del Senado por parte de legisladores del PAN. Esto se sumó al conocimiento sobre el otorgamiento de créditos sin intereses a los tribunos (pagaderos quién sabe cuándo), el pago de salarios a asesores casi al nivel de un legislador (al menos en lo que indican sus tabuladores de ingreso), y las fuertes sumas de dinero destinadas a “gestión política”. Aunque fue en el marco de las pugnas internas panistas que llegó a la prensa esta información, cabe señalar que así suele circular y manejarse el dinero en las cámaras legislativas, sin importar de cuál de los partidos se hable. Ante el escándalo, se han exacerbado las arengas exigiendo mayor transparencia en el ya de por sí criticado gasto público en el Congreso. Sin embargo, ¿sería esto suficiente para combatir esta clase de abusos?
En septiembre de 2012, el entonces presidente electo Peña, en su proyecto de modificaciones constitucionales a las disposiciones en materia de transparencia, rendición de cuentas y acceso a la información, proponía incluir como sujetos obligados de dicho marco normativo a los tres Poderes de la Unión. A la fecha, sólo las instancias del Ejecutivo están sometidas en dicho respecto. No obstante, esa iniciativa se encuentra congelada en el Congreso, a pesar de haberse anunciado que volvería a discutirse en el periodo extraordinario de sesiones por venir en la segunda quincena de julio. Ahora bien, ¿qué papel juega efectivamente la transparencia y hasta dónde es sano utilizarla para sanear la impunidad detrás del uso indebido del erario público?
Sin caer en ingenuidad, las partidas secretas existen en múltiples órganos del Estado. Fuera de discusiones morales, la única justificación política de su existencia es otorgarle a cierto actor la capacidad de tener un instrumento para controlar el comportamiento público, administrativo y político de una persona. Al respecto, el libre uso de los recursos públicos por parte de cada líder de bancada en la Cámara de Diputados y Senadores no sólo incrementa la cohesión partidista (mayor al 90% en todos los partidos políticos de México), sino que eleva el nivel de gobernabilidad de la dinámica colegiada legislativa. Es decir, bien empleados, esos recursos han sido un instrumento históricamente eficaz para asegurar la disciplina legislativa. Frente a este libertinaje potencial se ha señalado a la transparencia como el medio para la solución del mal.
Al respecto, es importante destacar dos puntos. En primer lugar, la transparencia es una condición indispensable, pero no suficiente, para atacar el problema de la opacidad del uso de los recursos públicos. Aún con una transparencia fortalecida y con dientes, sin un sistema institucional de rendición de cuentas, no existirá una clara determinación de sanciones, consecuencias, reparaciones de daño, y procesos que reduzcan la impunidad. El meollo estaría en una rendición de cuentas fortificada, lo cual no necesariamente implica mayor transparencia. En este sentido, sería más benéfico avanzar la agenda en el fortalecimiento de los órganos de control interno, el establecimiento de formas penales, un robustecimiento de las auditorías y los órganos de contabilidad y cuenta pública, y el desarrollo de propuestas en materia de reforma política. Dado que un sistema más efectivo de rendición de cuentas entrañaría un cambio en el comportamiento de los legisladores (presuntamente vivirían bajo un régimen de menor disciplina partidista en el Congreso), lo cual tendría que ser compensado con mecanismos que los acercaran al votante, a los líderes partidistas o a otro factor de control. El punto es que la ausencia de transparencia y rendición de cuentas es un elemento central del régimen político actual y su modificación tendría importantes consecuencias.
En segundo lugar, la transparencia no es una aspirina aliviadora de todos los males. En muchos casos se convierte meramente en retórica para supuestamente atacar problemas estructurales, en una bomba nuclear ante problemas minúsculos y, en muchos otros –como el suscitado por los recientes escándalos senatoriales—, en un mero escenario de simulación moral. Esto no implica que la transparencia deba limitarse, sino evolucionar a entenderse como el principio del monitoreo y evaluación de la cosa pública por parte de la ciudadanía y entre órganos estatales. De forma específica, se debe puntualizar a la transparencia como la herramienta para detectar dónde generar y establecer esquemas concretos de rendición de cuentas y no sólo añorarse como un fin en sí mismo.
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