Los dos grandes bloques de reformas político-electorales que se han procesado en los últimos dos años –agosto de 2012 y enero de 2014—han puesto el énfasis en tres mecanismos de democracia participativa: la consulta popular, la iniciativa ciudadana y las candidaturas independientes. En los últimos años, la retórica política ha prácticamente endiosado estas figuras como herramientas a fin de que el ciudadano “recupere” el poder soberano que, en teoría, ha perdido ante los abusos de la clase política y la ausencia de una vinculación eficaz entre el electorado y sus representantes populares. Sin embargo, muy aparte de que la reglamentación de estas figuras –dos de ellas ya materializadas en ley y una en proceso pendiente (las candidaturas ciudadanas)—, es pertinente preguntarse si en realidad estos mecanismos abonarán en algo a la construcción de la democracia en México.
Dada la experiencia internacional, el uso de la democracia participativa presenta resultados disímiles. Mientras en países con democracias muy desarrolladas como las escandinavas han servido para abrir el abanico de opciones respecto a las acciones y políticas de la élite tradicional, en otros casos muy cercanos a México –y que lo han involucrado de manera directa— como Estados Unidos, la figura de la iniciativa ciudadana, por ejemplo, ha sido la puerta de entrada a aberraciones contrarias al espíritu de los derechos humanos fundamentales, sustentadas en la “voluntad popular”. Basta recordar el caso de la Propuesta 187 de California (1994) y la Propuesta 200 en Arizona (2004), donde los habitantes de esos estados de la Unión Americana aprobaron restricciones al acceso a los servicios de salud para los indocumentados. Aunque la iniciativa californiana fue retada ante tribunales y consiguió revocarse, el ejemplo de Arizona prosperó. Si bien en la versión mexicana de la consulta popular existen varias restricciones a sus alcances –como la imposibilidad de incidir en asuntos vinculados con los ingresos del Estado, la revocación de los derechos humanos consagrados en la Constitución, y el cambio en la forma de gobierno—, en cualquier caso prevalecen ciertos bemoles en cuanto a la posibilidad de que un disparate jurídico pudiera convertirse en realidad o, por lo menos, sea disruptivo de la de por sí irregular dinámica legislativa nacional. Por cierto, dada la técnica bajo la cual fue presentado el paquete de leyes secundarias en materia energética, resulta complicado que una consulta popular pueda dar marcha atrás a la misma.
En lo referente a la iniciativa ciudadana, la reglamentación materializada el pasado 20 de mayo con su publicación en el Diario Oficial de la Federación, es posible encontrar acotaciones importantes en su funcionamiento. De entrada, se requiere presentar las firmas del 0.13 por ciento del padrón de electores registrados –aunque no se especifica si el corte se hace conforme a la elección federal inmediata anterior, como sí lo hace la consulta ciudadana—a fin de avalar un proyecto de decreto. A 2012, la cifra de electores ascendía a poco menos de 80 millones de personas. Después de que dicha cifra sea certificada por el nuevo Instituto Nacional Electoral, el Congreso daría trámite a la iniciativa. No obstante, el proceso legislativo sería bastante tortuoso si los proponentes no cuentan ya sea con una poderosa estructura de cabildeo o, en su defecto, con el aval de alguna de las fuerzas políticas dominantes en el Legislativo. Todo ello sin mencionar el (supuesto) imperativo de que la iniciativa posea una ingeniería jurídica que sobreviva al proceso de discusión en comisiones del Congreso (claro está, si se hace el procedimiento de forma profesional, no como ha solido realizarse en las últimas semanas con las leyes secundarias en materia político-electoral). En resumen, la iniciativa ciudadana se encamina a ser una profecía autocumplida de fracasos y simulaciones.
Por último, en lo concerniente a las candidaturas ciudadanas, y sin tomar en cuenta que, hasta hoy, su reglamentación está pendiente de aval por parte del titular del Ejecutivo, sus posibilidades de éxito también se vislumbran nimias ante la consolidación de la actual partidocracia vía, paradójicamente, la misma reforma político-electoral promulgada el pasado 31 de enero. Además, salvo casos excepcionales, las candidaturas ciudadanas podrían servir a intereses distantes del espíritu democrático, sobre todo considerando que su porcentaje de éxito depende en buena medida de los recursos económicos y de movilización electoral a los que tendría acceso, En un país donde la inteligencia financiera está en ciernes y el crimen organizado aún se mueve con relativa soltura, las candidaturas ciudadanas podrían constituirse en un arma de doble filo.
Entonces, ¿es la democracia participativa una falacia? Por supuesto que, en esencia, no lo es. Ciertamente podría constituirse en una herramienta útil con el propósito de llenar vacíos de representación que pudieran generar los intereses de la élite política. Sin embargo, en una democracia construida con bases endebles como la mexicana, y en un país con un estado de derecho resquebrajado, la democracia participativa podría generar tanto resultados indeseables, como un nuevo factor disruptivo frente a la desorganización del sistema político.
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