En el libro “El poder de la productividad”, William Lewis compara la industria de la construcción en Brasil, EUA y México. Su conclusión es muy simple: un trabajador mexicano sin mayor educación o habilidades puede ser tan productivo como el obrero alemán más calificado. Lo que diferencia a países como México y Brasil de EUA y otros países ricos, dice Lewis, es el contexto en que operan las empresas y que crea condiciones para que la economía prospere poco o mucho. La clave del crecimiento reside en la productividad y todo lo que contribuye a incrementarla favorece el crecimiento y, viceversa, todo lo que la impide lo reduce.
Es por esta razón que la decisión del gobierno de convertir a la productividad en el eje de su estrategia económica es tan trascendente. “La productividad, dice Krugman, no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo. La capacidad de un país de mejorar sus niveles de vida depende, casi enteramente, de su capacidad para elevar su producción por trabajador”. La productividad es la resultante de todo lo que ocurre en la economía y por eso se constituye en una medida crucial del desempeño de la misma. Cuando el gobierno adopta este indicador como eje está diciéndonos con toda claridad que está dispuesto a atacar las causas de los niveles tan pobres de crecimiento de la productividad que ha evidenciado el país en las últimas décadas.
Si uno observa a la economía mexicana, lo primero que resultará obvio es que existen enormes diferencias en niveles de productividad entre las millones de empresas que la integran. Así como hay empresas que compiten exitosamente con las mejores del mundo, hay otras que no podrían competir ni con las más improductivas de su colonia. Esas diferencias en desempeño ilustran la complejidad del reto que enfrenta el gobierno y el país. ¿Por qué las diferencias? El argumento de Lewis es que parte del reto de la productividad yace dentro de las empresas, pero un enorme componente se encuentra en el entorno en que operan.
El ejemplo citado arriba, referente a la industria de la vivienda, revela que una empresa que cuenta con buenas técnicas de producción, uso inteligente de la tecnología y una estrategia de administración de proyectos puede lograr que el trabajador con menos calificación acabe siendo tan productivo como el más calificado y experimentado. Lo que hace la empresa en términos de calidad y técnicas de producción constituye la esencia del incremento en la productividad. En esto el gobierno tiene relativamente poca incidencia.
Donde la intervención del gobierno es crucial es en el entorno en que operan las empresas y esa incidencia, dice Lewis, es casi siempre negativa. Un gobierno muy pesado y poco eficiente implica costos adicionales para las empresas (más impuestos) sin el beneficio de mejores servicios. Peor, las empresas más productivas pagan más impuestos que las menos productivas, factor que distorsiona el mercado. La protección de intereses particulares -sindicatos, monopolios gubernamentales, empresas y empresarios favoritos, prácticas monopólicas privadas, inseguridad, disfuncionalidad del poder judicial, aranceles elevados, subsidios- implica la desprotección de los demás pero, particularmente, la distorsión permanente de los mercados en que las empresas operan. En una palabra, las acciones gubernamentales impactan directamente a la productividad, por lo que el reto del gobierno es monumental y, fundamentalmente, interno: todos esos intereses que se benefician de las distorsiones que causa el gobierno están en su seno, dentro de su partido o son cercanos a estos.
El dilema no es difícil de visualizar. Imaginemos una empresa productiva que compite exitosamente en su mercado. Recibe materias primas y otros insumos en la mañana y despacha productos terminados en la tarde. Para fines del ejemplo, eso que está bajo su responsabilidad funciona bien. Sus dolores de cabeza (usualmente) no están en esa parte sino en todo lo demás: la inconstancia y precio de la electricidad, gas y otros energéticos; la infraestructura (las calles, el tráfico, el drenaje, el suministro de agua); el costo de las comunicaciones; los asaltos a sus camiones; los años que toma resolver un incumplimiento de contrato; la complejidad y costo de obtener crédito; y los precios monopólicos que innumerables proveedores -grandes y chicos- le imponen. Todos estos factores son responsabilidad del gobierno. No hay de otra.
El gobierno enfrenta dos enormes desafíos. Por un lado está el medular, que consiste en atacar las fuentes y causas de todas estas distorsiones. Algunas de ellas tienen que ver con prioridades que, históricamente, los gobiernos mexicanos abandonaron y que ahora se han convertido en retos monumentales: entre estos los más obvios son todo el sistema de justicia (desde los ministerios públicos y las procuradurías hasta los tribunales), la (in)seguridad pública y la tolerancia al abuso que los monopolios energéticos le imponen a la sociedad y economía. Otras son producto de reformas incompletas, de nuevas realidades y de problemas desatendidos. Por donde lo vea uno, el reto es mayúsculo.
El otro desafío es quizá más simple en concepto, pero igual de oneroso en la práctica. El sector industrial del país se divide en dos grupos: uno que es hiper competitivo y el otro que depende de la protección gubernamental. En números gruesos, el primero representa al 80% de la producción y emplea al 20% de la mano de obra; el segundo representa al 80% de las empresas y a la misma proporción de la mano de obra pero produce menos del 20% del total. El problema no son las proporciones sino, volviendo al tema de fondo, que esas empresas no competitivas (igual grandes que chicas) le restan productividad a la economía y, por lo tanto, castigan al crecimiento. En lugar de contribuir al desarrollo del país, lo limitan. Nadie en el gobierno ignora esto y su dilema es obvio: eliminar la protección contribuiría a acelerar el crecimiento pero generaría un problema de quiebras y desempleo. La contradicción es obvia: el mismo gobierno que hace suya la productividad acaba de elevar la protección y subsidios a ese sector industrial.
La única solución posible reside en resolver los problemas causados por el gobierno -seguridad, infraestructura, contratos, competencia, eficiencia en el gasto e impuestos más racionales y los monstruos energéticos- a fin de que muchas más empresas quieran invertir en el país y esto permita absorber la mano de obra que resultaría de la eliminación de la protección. En esto no hay de dos sopas ni hay solución sin riesgo: el gobierno da el paso o seguimos atorados.
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