Los priístas aparentan la unidad y entereza de quienes conocen el poder, pero detrás de la fachada todo mundo sabe, ellos incluidos, que enfrentan dilemas fundamentales. Algunos de sus próceres más visibles niegan al gobierno y rechazan cualquier posibilidad de transacción y entendimiento, arguyendo que cualquier cosa que beneficie al gobierno de Vicente Fox les perjudica a ellos. Todo sugiere, sin embargo, que la mayoría de los priístas reconoce, aun en contra de sus deseos, que su capacidad de retornar al poder depende más de lo que haga el partido, o al menos sus bancadas en el Congreso, que de lo que deje de hacer; que su futuro está más ligado a su reconstrucción interna que a sus atrofiados cálculos políticos de corto plazo en la lucha de trincheras en que se ha convertido la política mexicana. El caso del llamado Pemexgate hace evidentes estos dilemas, aunque muchos de los priístas más prominentes pretendan lo contrario.
La historia todos la sabemos o, al menos, podemos intuir: el PRI perdió las elecciones del 2000, pero sigue comportándose como si nada hubiera cambiado. Esta situación responde a dos dinámicas paralelas, aunque claramente distintas, que han llevado a los priístas a conclusiones que bien podrían conducirlos a derrotas futuras. Una dinámica tiene que ver con la sensación de traición que perciben muchos de ellos: después de todo lo que hicieron por México y los mexicanos, cómo es que el electorado pudo haberles fallado, cómo es que llevaron a la reacción al poder; en otras palabras, ¡qué se creen los mexicanos que son! Aunque quizá cruda, y en algunos casos un tanto injusta, esta caracterización sin duda refleja las actitudes de muchos priístas que veían al gobierno y al poder como algo suyo, un bien privado al que sólo ellos podían tener acceso. Es evidente que para este grupo el ajuste es por demás complicado.
La otra dinámica que caracteriza a los priístas es una de confrontación interna. Aunque siempre presente, ésta se agudizó en los ochenta y todavía no acaba de resolverse. La disputa se agravó con el viraje en el manejo de la política económica que inició Miguel de la Madrid a mitad de los ochenta y que, por primera vez, dio cabida a los altos círculos del poder a personas cuya credencial de acceso no era el liderazgo de grupos o intereses, la jefatura de regiones o la habilidad para manipular a la población o al voto, sino sus habilidades técnicas para administrar la economía y, en general, las partes más complejas, en términos técnicos, de la administración pública. El advenimiento de los llamados tecnócratas cambió la lógica del sistema político tradicional toda vez que sometió muchas decisiones de gobierno que antes hubiesen seguido una lógica estrictamente política, a consideraciones económicas más fundamentales.
Hoy en día, dos décadas después, es fácil criticar a los tecnócratas, sobre todo porque muchos de los proyectos que encabezaron resultaron menos exitosos de lo que se suponía o mucho más costosos de lo que debieron haber sido. Sin embargo, uno tiene que entender el contexto en el que surgieron: al inicio de los ochenta, el país se encontraba virtualmente en bancarrota, los precios crecían a tal velocidad que había temores bien fundados de hiperinflación, el desempleo crecía de manera incontenible y la economía sufría una brutal recesión. Luego de doce años (1970-1982) de locuras financieras y de un agrio conflicto político que culminó con la expropiación de los bancos, el país requería una administración profesional, restablecer la tranquilidad económica y atenuar los conflictos políticos que esos años de turbulencia habían ocasionado.
Lo peor de la crisis de 1982 es que los priístas tradicionales, esos que habían causado la debacle y que ahora defienden a los involucrados en el Pemexgate, nunca reconocieron responsabilidad alguna. Desde su perspectiva, la crisis había sido provocada, como siempre, por factores externos, todos ellos independientes de su modo de actuar. De esta forma, aunque esa crisis evidenció la inviabilidad del modelo priísta de gobierno y administración económica, muy pocos priístas tuvieron la capacidad de comprender el fenómeno o la visión para enfrentarlo. Desde esta perspectiva, el advenimiento de los tecnócratas ciertamente no fue bienvenido en el PRI tradicional, muchos de cuyos miembros rompieron con el partido y eventualmente llevaron a la creación del PRD.
Este conflicto aún pervive. Los priístas tradicionales, o históricos como ahora les gusta llamarse, culpan a los tecnócratas de la derrota del 2000 y creen fervientemente que ésta se gestó dentro del gobierno y no en la sociedad mexicana en general. Para muchos priístas el origen del problema yace en la tecnocracia y en las políticas que ésta emprendió. Ciertamente algunas de sus políticas y decisiones fueron costosísimas para el país. Pero no cabe duda que una mayoría abrumadora de los votantes prefirió a un partido distinto al PRI en el 2000 menos por la política económica que por la naturaleza e historial de ese partido. La mitología que guía los rencores de muchos priístas puede dejarlos con la conciencia tranquila (yo no fui, fueron los tecnócratas), pero eso no les resuelve su problema. El Pemexgate demuestra que de nada les sirve una estrategia de confrontación, y mucho menos una de avestruz.
Los resultados electorales más recientes a nivel estatal han contribuido a apaciguar a los priístas, toda vez que han tendido a confirmar sus prejuicios más arraigados. Ciertamente, el PRI ha ganado la mayoría de las justas electorales a nivel estatal y local en los últimos meses; sin embargo, uno debe preguntarse si esas victorias reflejan el sentir nacional (perdónenos priístas, no sabíamos lo que hacíamos) o, más bien, la realidad local. Cualquiera que sea la conclusión a la que lleguen, ésta va a determinar la naturaleza de la estrategia que adopten. Claramente, la mayoría de los priístas piensa que la población está reconsiderando su error del 2000 y está volviendo al guacal. Eso los ha envalentonado ahora que están confrontando agresivamente al gobierno.
Sea como fuere, los priístas enfrentan tres dilemas fundamentales: ante todo, tienen que resolver su problema de esencia: ¿ser un partido o intentar reconstruir el viejo sistema? En segundo lugar, los priístas no han logrado definir su relación con el gobierno del presidente Fox: cooperar u obstaculizar, avanzar una agenda o negar la realidad cotidiana. Finalmente, el tercer dilema que enfrentan, y con mucho el más importante, es intentar encabezar un movimiento de transformación nacional o quedarse relegados a los archivos de la historia nacional. Es evidente que muy pocos priístas reconocen la existencia de este tipo de dilemas; sin embargo, los dilemas, están ahí, a la vista de todos y de la manera cómo los enfrenten dependerá su futuro político. Negar la realidad, de una manera pasiva o militante, no les va a ayudar a ganar las elecciones. Mientras que los panistas y aun los perredistas, como todas las organizaciones humanas, enfrentan dilemas propios, ninguno encara desafíos tan fundamentales, de esencia, como los del PRI.
El dilema entre convertirse en un partido o intentar recrear lo que ya se murió no debería requerir mucha discusión, ni toda la tinta que se le sigue dedicando al tema, pero es obvio que hay muchos priístas (y no pocos perredistas) que siguen creyendo que es posible restaurar el viejo sistema: el de la era dorada de los cincuenta en que nada se movía sin la autorización del partido, años en que la economía funcionaba como relojito y la población era irrelevante en los importantes asuntos de Estado que los priístas resolvían como si fuesen personales. Muchos priístas siguen añorando ese pasado, aunque le cambiarían algunos detalles, sobre todo la capacidad de imposición del jefe máximo. No reconocen que, como en una bóveda, en el momento que se quita la piedra de toque, todo el edificio se viene abajo. El hecho es que el PRI -en su carácter de sistema de control y participación, gestión y negociación entre intereses- se desintegró el mismo dos de julio cuando perdió la presidencia. Independientemente de que el PRI algún día recupere la presidencia, el viejo sistema ya no es posible y mientras más tarden los priístas en abandonar esa fantasía, menor su capacidad de recuperar el poder.
El sueño de recobrar lo perdido mantiene a los priístas en un trance permanente: cómo relacionarse con el primer gobierno no priísta. Algunos consideran que cualquier cooperación, así sea ventajosa para el PRI, implica asistencia al enemigo, cuando no traición a la patria. Esa actitud, esa incapacidad de adecuarse al siglo XXI, ha sido en buena medida el origen del fracaso que caracteriza la relación ejecutivo-legislativo. Evidentemente, hay otros factores que interceden en esa problemática, incluyendo a más de un kamikaze del lado gubernamental, pero el problema de los priístas es más serio de lo que creen: su esmero por obstaculizarlo todo tiene el efecto de distanciarlos todavía más del electorado. En lugar de políticos avezados en conseguir el mejor arreglo para sus bases, siguen ignorando la necesidad de ampliar su base electoral, sin lo cual les será imposible ganar. Defender a líderes sindicales corruptos no es una manera inteligente de intentar recuperar el poder.
Los priístas gozan de criticar y evidenciar la inexperiencia e infortunios de la administración Fox. Esa “estrategia”, sin embargo, no puede tener mayor beneficio que el de afianzar sus bases permanentes, su voto duro, al estilo perredista, cerrando con ello cualquier posibilidad de atraer los votantes adicionales que serían cruciales para triunfar. ¿No sería más efectivo adoptar una estrategia exactamente opuesta: la de convertirse en el paladín del cambio y encabezar las reformas que el país requiere y que, con toda conciencia y alevosía, muchos priístas hoy rechazan? La gran ironía es que son los priístas, que siempre enaltecieron la llamada “institucionalidad”, quienes hoy actúan como esquiroles. ¿No será tiempo de que comiencen a pensar cómo recuperar el poder y actúen en consecuencia?
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