Como México no hay dos, reza el dicho popular. Y es cierto, el México que se discute en las calles y es materia de debate político se encuentra, en la mayoría de los casos, muy distante del resto de los países del orbe. Mientras que en Asia, por citar un ejemplo, todas las naciones que hace no muchos años temían por el crecimiento económico chino han enfrentado con relativo éxito sus dilemas, en México no existe el menor sentido de urgencia. Parecería como si la economía mexicana estuviera creciendo a un ritmo tan elevado que nadie tendría porqué albergar duda alguna sobre su viabilidad futura. Pero ese México aislado del imaginario colectivo no tiene futuro y es imperativo actuar al respecto.
El problema es doble: por un lado, la economía no avanza, ciertamente no al ritmo que exige nuestra realidad demográfica y socioeconómica; y, por el otro, el país ha perdido su antigua capacidad para tomar decisiones de manera efectiva. Ambos lados del problema reflejan una nueva realidad, tanto interna como externa. El mundo en el que vivimos ha cambiado de una manera dramática en las últimas décadas, creando condiciones nuevas, de hecho inéditas, para todas las naciones del mundo. La situación de aislamiento relativo del resto del mundo que caracterizaba a las naciones hace décadas, ha desaparecido, obligando a todas y cada una de ellas a replantearse su manera de ser y actuar.
Lo que le ha ocurrido a México no es excepcional en el mundo. Todos los países se han visto impactados por un conjunto de estímulos semejantes. La diferencia reside en la forma como cada nación ha reaccionado. Algunos países se han transformado de una manera tan integral que se han convertido en ejemplo (y no poca envidia) para todos los demás. Ese es el caso de Irlanda y Estonia, pero también de Corea, Chile y España. Otras naciones han encabezado movimientos transformadores, pero es quizá la transformación de China la que más ha impactado no sólo a su región inmediata, sino al mundo en su conjunto.
El primer gran cambio ha sido tecnológico, sobre todo en materia de comunicaciones, y ha hecho insostenibles a muchos regímenes políticos que antes sobrevivían gracias a su aislamiento. Las naciones que optan por ignorar esta realidad tienden a empobrecerse con enorme celeridad, como ilustran fehacientemente los casos de Cuba o Myanmar. El mundo ha cambiado, imponiendo una nueva realidad a todas las naciones. El impacto de todo esto sobre México ha sido enorme y lo será cada vez más, nos guste o no.
Por si el cambio genérico no fuese suficiente, ahí está el gigante asiático que no sólo ha despertado, sino que hace olas por donde se mueve. El impacto de China en el mundo ha sido vasto, pero poco entendido. En los setenta, el ?nuevo? liderazgo de aquel país reconoció tanto los límites de su aislamiento como el enorme desperdicio que representaba marginar (y condenar a la pobreza) a una población con una historia tan larga y relevante, por razones esencialmente ideológicas. La revolución emprendida por Deng Xiaoping ha obligado al resto del mundo a ajustarse.
Nuestros problemas son distintos a los de países como Japón y Brasil, pero similares en un sentido neurálgico. Al igual que esos países, hemos sufrido una situación de parálisis interna y enormes dificultades para definir un rumbo. Aunque las características de cada país son distintas, el hecho es que todos parecemos incapaces de enfrentar nuestros retos más fundamentales. A diferencia de ellos, nosotros tampoco hemos sido capaces de aprovechar las oportunidades que sí existen. Los gobiernos de Brasil, Argentina y Australia son populares no porque hayan hecho su chamba (preparándose para lo que viene a través de grandes reformas estructurales como las que caracterizan a Irlanda, Corea, Estonia y demás), sino porque han aceptado la realidad del mundo y actuado en consecuencia.
México se ha quedado electrizado y sin poder moverse como quedó aquel proverbial canguro frente a las luces de un automóvil. La realidad cotidiana nos demuestra que el país no está aislado del resto del mundo y que nuestros problemas reflejan en buena medida la incapacidad para ajustarnos a la cambiante realidad. No hemos resuelto nada: ni se ha avanzado en la reconstrucción institucional del país, de la cual se habla mucho pero no se hace nada, ni se han adoptado las medidas necesarias para hacer posible el crecimiento de la economía en el largo plazo. Aunque no faltan propuestas de solución en ambos frentes, en el económico y en el político, hemos sido incapaces incluso de definir el problema. La lógica diría que el primer requisito para poder resolver un problema es identificarlo y definirlo. Pero no hemos sido capaces de ello y existe el riesgo de que se adopten soluciones que empeoren el estado de las cosas. Si aceptamos la validez del refrán ?en río revuelto ganancia de pescadores?, parece que en México los únicos que avanzan son los intereses particulares.
Si pretendiera uno reducir nuestros problemas a una palabra, concluiríamos que nuestro verdadero dilema reside en la productividad. A nadie, especialmente a los políticos y a quienes se interesan exclusivamente por lo político, le gusta hablar de temas tan etéreos como el de la productividad, pero ahí se resume nuestro problema. La productividad, decía un agudo analista económico, no lo es todo pero, en el largo plazo, es casi todo, pues ésta determina la tasa de crecimiento de una economía, la disponibilidad de empleos y los niveles de ingreso de la población. La productividad nunca ha sido el fuerte de nuestro país, lo que explica en buena medida nuestro nivel relativo de pobreza y riqueza.
En efecto, la productividad no lo es todo, pero constituye un buen resumen de nuestra realidad. El debate que debería tener lugar en el país es sobre cómo ajustar la economía a la realidad mundial, como atraer inversión, elevar el intercambio económico y fortalecer nuestro desarrollo tecnológico. En lugar de eso, la atención está concentrada en los videoescándalos, la grilla electoral y las novedosas formas que cobra la dinámica electoral en el país.
Lo que se requiere para avanzar es menos ambicioso de lo que se cree, pero sí requiere claridad de propósito, al menos eso. Lo fundamental es romper con el círculo vicioso que nos tiene atorados y que, en su faceta más básica, consiste en pretender que aquí no pasa nada, no hay que hacer nada y todo se va a resolver solo. No hay como la complacencia para destruir un país.
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