Los canadienses están corriendo para convertir los actos terroristas del pasado 11 de septiembre en la base de una nueva relación con Estados Unidos y, por lo tanto, en una ventaja competitiva adicional para su economía y desarrollo. Las implicaciones para México de lo que ellos hagan, propongan y logren con nuestro vecino país del norte serán enormes, razón por la cual tenemos que prepararnos para esa contingencia y, de hecho, ser parte integral de ese proceso de negociación.
Los canadienses reconocen que el mundo ha cambiado y están buscando la manera idónea de adaptarse para mejorar su potencial de crecimiento. En eso no son diferentes al resto de los humanos. Sin embargo, así como en los años ochenta optaron por negociar un tratado de libre comercio con Estados Unidos, que tuvo consecuencias para México, la respuesta de Canadá al nuevo escenario será igualmente central en esta ocasión. Más ahora porque las tres naciones norteamericanas forman una misma estructura de relaciones económicas. No podemos mantenernos al margen, como parte interesada que somos, del proyecto canadiense, que revolucionará y tendrá, sin duda, enormes consecuencias para todo el subcontinente.
Al igual que el resto del mundo, los canadienses resintieron los ataques terroristas de una manera directa. De hecho, después de Estados Unidos, Canadá fue el país más directamente afectado por los ataques mismos, toda vez que una gran parte de los vuelos internacionales que llegaba a Estados Unidos ese día, acabó aterrizando en suelo canadiense. A partir de ese momento, los canadienses, como los otros países, comenzaron a evaluar las consecuencias e implicaciones de los ataques para su propio futuro. Esa primera evaluación llevó a acciones inmediatas en materia de seguridad fronteriza, aduanas, flujos migratorios e intercambio de información, entre otros. Exactamente el mismo proceso tuvo lugar del lado mexicano y ha seguido de una manera natural.
Algunos meses después comenzaron a emerger propuestas concretas para el futuro. Estas propuestas, todavía circunscritas al ámbito académico, muestran un considerable cambio en los lineamientos que por décadas siguió Canadá en su relación con Estados Unidos. Recordemos que de manera similar a México, Canadá optó por negociar un Tratado de Libre Comercio (tlc) de manera renuente, en gran medida porque, como nosotros, había intentado por décadas diversificar sus relaciones comerciales. Decidirse por una negociación semejante, implicó un gran cambio de orientación política y estratégica. Cualquiera que haya visto el edificio de la embajada de Canadá en Washington, advertirá la dimensión simbólica del hecho. Situada entre el Capitolio y la Casa Blanca, se trata de una magna construcción con la que los canadienses no sólo decidieron la cercanía con su vecino sureño, sino que lo hacen evidente a todas luces.
Los atentados de septiembre del 2001 les llevaron a replantear toda su relación. A raíz de los atentados, algunos canadienses se preguntaron de qué servía un tratado de libre comercio si un terrorista podía paralizar todo el comercio transfronterizo en un abrir y cerrar de ojos. Esa interrogante ha calado profundamente no sólo en Canadá, sino también en México. De hecho, muchas de las acciones que se han emprendido en el ámbito aduanero, por citar un ejemplo obvio, se inspiran en este principio. Es el caso también de la política canadiense que integra sus sistemas y computadoras en materia migratoria y aduanera con los de Estados Unidos.
Pero esas fueron tan sólo las reacciones inmediatas. Ahora, varios meses después, comienzan a aparecer planteamientos infinitamente más grandes y ambiciosos, todos ellos importantes para México. Un documento que ha comenzado a dar la vuelta en círculos académicos canadienses, plantea tres posibles esquemas de relación. El primero, una unión aduanera que implicaría la adopción de un arancel común frente al resto del mundo. Una segunda fórmula plantea avanzar en la dirección de un mercado común, quizá menos ambicioso y complejo que el de la Unión Europea, pero con la expectativa de ser igualmente amplio. Finalmente, el tercer esquema iría más lejos y consistiría en una amplia integración de los mecanismos de regulación económica y algunas instituciones clave de seguridad.
Independientemente de las virtudes, dificultades o problemas que cada uno de estos planteamientos entraña, su significado es transparente. La propuesta de algunos canadienses influyentes reconoce, a partir de la nueva realidad geopolítica, la necesidad de profundizar los vínculos económicos y de seguridad entre ambas naciones para mitigar las consecuencias negativas de los ataques terroristas y de las medidas que se han instrumentado desde entonces. Para Canadá, los cambios ocurridos en Estados Unidos y en el mundo tras el 11 de septiembre pasado son suficientemente grandes como para demandar acciones fundamentales de su parte. La pregunta que ellos se formulan, y los mexicanos debemos hacernos, es si nuestro país participará en esta nueva etapa o se quedará a la zaga.
Los componentes de las propuestas canadienses no son aún del todo específicos y suponen en lo individual diversos problemas, tanto para ellos como para nosotros. Por ejemplo, casi cualquiera de los esquemas en la que han estado pensando implicaría un arancel común frente al resto del mundo, lo que obligaría a México a cambiar su estrategia de diversificación comercial y de inversión a través tratados de libre comercio. Es poco probable que nuestro país pudiera tener un tratado de libre comercio con la Unión Europea y, al mismo tiempo, unificara sus tarifas aduaneras con los países vecinos de Norteamérica, pues existen innumerables conflictos arancelarios y no arancelarios en ambos esquemas comerciales. Otros elementos de la propuesta canadiense no son aplicables a México, toda vez que se refieren a asuntos que nos son ajenos, como los de carácter militar, que incluyen desde la pertenencia a la OTAN hasta la presencia de misiles y armamentos nucleares en territorio canadiense. Pero más allá de las potenciales complicaciones y diferencias, la esencia de la propuesta canadiense es económica, totalmente en línea con el TLC trilateral.
Cuando en 1990 México planteó ante el gobierno estadounidense la negociación de un tratado de libre comercio bilateral, los canadienses se encontraron ante el dilema de cómo responder. Para entonces, Canadá llevaba cinco años con su propio acuerdo con Estados Unidos; esos cinco años habían sido sumamente difíciles en Canadá, sobre todo porque habían coincidido con una severa recesión. Lo último que el gobierno quería, por tal motivo, era reabrir las heridas políticas. Y, sin embargo, Canadá vislumbró las enormes implicaciones para su economía de una negociación entre Estados Unidos y México, lo que le llevó a incorporarse a la negociación y convertirla en lo que hoy es el TLC norteamericano.
México enfrenta ahora un dilema semejante. Si bien el tlc ha sido lo mejor que le ha ocurrido a la economía mexicana en décadas, al tratarse de la principal fuente de inversión, exportaciones y empleos en los últimos años, mucha gente culpa al Tratado de diversos males. Independientemente de la validez de los cargos, el TLC es menos popular de lo que quizá debería ser. Sin embargo, más allá de las percepciones y preferencias políticas internas, el planteamiento canadiense es tan trascendente y sus consecuencias potenciales tan grandes, que los mexicanos simplemente no podemos simplemente.
Las ventajas de sumarnos a una negociación trilateral son obvias, toda vez que, por fuerza, se tendrían que incluir temas centrales de la agenda mexicana para la relación bilateral. Un esquema más avanzado y profundo de integración económica y de mecanismos de seguridad, tendría que acompañarse de una liberalización, así sea en etapas, en materia laboral y migratoria. De igual forma, una mayor integración implicaría estándares comunes en materia de infraestructura y, concebiblemente, de medios para financiarla. Desde luego, avances en estos campos no serían gratuitos. Si bien un esquema de mayor integración contribuiría a incrementar la seguridad territorial de Estados Unidos, hay temas en la agenda norteamericana, incluyendo el de energía, que no podrían evadirse como sí lo fueron cuando se negoció el TLC.
Vivimos en un mundo dinámico que cambia de manera sistemática y no hay anclas permanentes que garanticen el desarrollo del país. Mucho de lo que se avance o retroceda en los próximos años va a depender de las decisiones que se tomen y de las acciones que se emprendan en reformas que eleven la competitividad del país, contribuyan a elevar la productividad y aseguren las fuentes de inversión, es decir, la creación de riqueza y empleo.
El TLC se ha convertido en un pilar fundamental para el desarrollo económico del país, pero las nuevas realidades internas y externas obligan a pensar en los pasos que siguen. En ausencia de una capacidad interna para tomar la iniciativa y mirar hacia adelante, los canadienses lo están haciendo. Ahora tendremos que responder y esa respuesta, cualquiera que sea, tendrá consecuencias por muchas décadas.
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