Michoacán ha recibido un trato excepcional en materia de seguridad pública tanto por parte del gobierno federal actual como del de Felipe Calderón. Sin embargo, el enfoque que ambas administraciones le han dado ha sido diferente.
Fue en su entidad natal que Felipe Calderón inició la guerra contra el narcotráfico en su sexenio y también ahí ocurrió, en mayo de 2009, uno de los más escandalosos fracasos de su gobierno, cuando la Procuraduría General de la República fue incapaz de sostener los procesos penales que inició contra 17 funcionarios estatales de la administración del entonces gobernador perredista Leonel Godoy, así como contra 12 alcaldes de diferentes partidos. Casi cinco años después, con un gobierno local y federal de un partido diferente, se repiten circunstancias similares, pero no las formas y, quizás, tampoco los resultados. Las diferencias entre el “michoacanazo” calderonista y el proceso que inició el pasado 19 de abril con el auto de formal prisión dictado contra el alcalde de Apatzingán, Uriel Chávez Mendoza, no son menores y son significativas para contrastar a ambas administraciones.
En 2009, la agencia de procuración de justicia federal actuó a través de la polémica figura del arraigo para primero detener y posteriormente realizar una débil investigación criminal, que sería impugnada ante el Poder Judicial y concluiría con los imputados puestos en libertad por falta de pruebas. En contraposición, la actual administración optó que el proceso penal iniciara a partir de una denuncia formal presentada ante autoridades estatales para acusar de extorsión y peculado a diversos funcionarios locales. Si bien no podemos predecir que el caso actual culminará con una sentencia y menos que se mantendrá tras una posible impugnación, la ausencia de un arraigo y la aprehensión tras el auto de formal prisión dictado por una juez local disminuye los riesgos de que el caso se caiga durante el litigio, a la vez que recurre al control judicial desde el principio del proceso. Otra diferencia que llama la atención, es la intención de gestionar el caso a través de las instituciones locales, probablemente en un intento por mostrar que el sistema de justicia estatal funciona, aun cuando son las autoridades federales las que de facto gobiernan la entidad. Por último, no deja de ser interesante que el “michoacanazo” se produjo un mes antes de las elecciones intermedias de 2009, mientras que ahora se percibe un fuerte interés por realizar el proceso electoral local con la mayor regularidad que las condiciones permitan.
El proceso contra el alcalde de Apatzingán también manda un mensaje al resto de los estados del país que en algún momento pudieran requerir de un arreglo excepcional de “gobernanza mixta”. Si el gobierno federal interviene un gobierno local con motivo de una crisis de seguridad pública, las autoridades municipales quedarán sujetas a escrutinio y, eventualmente, podrán ser procesadas legalmente sí se les comprueban conductas fuera del marco legal. Con este tipo de acciones, a nivel local se generan incentivos para controlar la escalada de violencia y evitar escenarios demasiado críticos. También se eleva el costo de pactar con el crimen organizado, con los efectos que esto pueda tener.
Hacer las cosas diferentes no significa que habrá resultados distintos o, dicho de otra forma, no hay garantía de que la estrategia actual vaya a ser exitosa a largo plazo, en un sentido global y que permita generar en la entidad un ambiente sostenido de paz. Lo anterior no va suceder si el Comisionado no cuenta con plan de transición para recuperar y transmitir autoridad a las instituciones locales. En el caso particular de la administración de justicia y la seguridad, los poderes de emergencia deberán primero recobrar el monopolio de la violencia de manos de las redes criminales para trasladarla a instituciones fuertes, eficientes y con suficientes capacidades judiciales y policiacas para mantenerlo. Como sucede en justicia, en todos los ámbitos de la administración pública estatal michoacana, se tiene que crear autoridad y estado en dónde no existe y esa es una tarea que va más allá de inyectar recursos económicos si se hace de manera improvisada. No crear condiciones a nivel local significa perpetuar el acompañamiento federal, lo cual es indeseable por varios motivos. El primero de ellos es que las circunstancias de Michoacán no son demasiado distintas a las de otras entidades federativa y, definitivamente, no existe capacidad para sostener estos sistemas de apoyo en varias entidades del país de forma simultánea y permanente. Segundo, en reiteradas ocasiones se ha hecho énfasis en carácter de transitoriedad y en la intención de cumplir con los procesos de elección de las autoridades locales, aun cuando eso no significa la ausencia de gobierno federal centralista, fuerte y dispuesto a intervenir.
El gobierno federal ha logrado pacificar a Michoacán más por la fuerza que ha enviado que por la solución a los problemas que causaron la situación de inestabilidad. Aunque no hay duda que su cuidado por las formas legales es sensiblemente distinto al del gobierno anterior, en lo que no hay diferencia es en la ausencia de una estrategia de construcción de capacidad policiaca y judicial. Sin esa capacidad, el día en que el gobierno federal decida retirarse las cosas retornarán, gradualmente, al statu quo antes: al caos.
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