El asesinato del vicealmirante Carlos Salazar Ramonet, ocurrido el 28 de julio cerca de la comunidad de La Noria en Michoacán, es el primer ataque contra un funcionario de alto nivel ocurrido en el presente sexenio. Esta baja en la Marina reviste especial relevancia dado que se trataba del comandante de la Octava Zona Naval, con sede en Puerto Vallarta, un punto sensible en materia de combate al narcotráfico en el Pacífico. La ejecución podría ser un punto de inflexión y de reflexión de la actual estrategia de seguridad del gobierno federal.
Michoacán es desde hace mucho tiempo un reto para el gobierno federal, cualquiera que sea éste; sus problemas comenzaron tiempo antes que el ex presidente Calderón lo eligiera como primer objetivo de su guerra contra el crimen organizado. Pero, ¿por qué Michoacán? La entidad posee características particulares que lo vuelven vulnerable; aquí se mencionan cuatro. Primero, existe un problema profundo de debilidad institucional con autoridades locales cooptadas por la delincuencia. Segundo, es un lugar con ventajas comparativas para la producción y tráfico de drogas, principalmente de las llamadas “drogas de diseño”—sin mencionar el trasiego de cocaína y marihuana, así como el cultivo de amapola. Esto se debe a que, por un lado, cuenta con zonas de muy difícil acceso en dónde se pueden esconder laboratorios clandestinos con facilidad y, por otro lado, tiene cercanía con puertos como Lázaro Cárdenas y Manzanillo, por los cuales entran grandes cantidades de precursores químicos procedentes de China e India, lo que se agrava con una expansión mundial del mercado de metanfetaminas (México es el país con mayores incautaciones de metanfetaminas en el mundo, duplicándose de 13 a 31 toneladas en un año y superando por primera vez a Estados Unidos).
Tercero, los grupos criminales que operan Michoacán, como los Caballeros Templarios, poseen particularidades respecto a otros cárteles del narcotráfico, sobre todo en lo referente a su vinculación con la sociedad. Los Caballeros Templarios tienen una doctrina pseudo-religiosa que busca, en su doctrina, “justicia social”. En el proceso, no sólo han construido una base social importante, sino que también han buscado absorber funciones propias del Estado, como el cobro de impuestos y la administración de la justicia. Finalmente, el surgimiento de grupos de autodefensa muestra una faceta por demás intrincada del entramado socio-criminal que evidencia un síntoma de descontento social con la infiltración de organizaciones delictivas en estas “milicias civiles”.
A pesar de que la estrategia de comunicación del gobierno federal ha cambiado, su actuar en Michoacán no muestra una gran diferencia con el gobierno calderonista en términos operativos y, más bien, pareciera una especie de política inercial y una suerte de respuestas reactivas por parte de las fuerzas federales. Inevitablemente, la repetición de las mismas fórmulas llevará a los mismos resultados. Aunque el secretario de Gobernación, Osorio Chong, señaló que la principal diferencia en la estrategia de seguridad es que ahora existe mayor coordinación con los diferentes niveles de gobierno, suponiendo que esto sea cierto, ¿hasta qué punto es positivo, por ejemplo, colaborar con gobiernos municipales cooptados por grupos criminales? Michoacán representa un reto para el presidente Peña porque ahí se demostrará si la estrategia de seguridad del su gobierno dará resultados –si es diferente o no a la de Calderón puede ser lo menos relevante. A lo que no se le puede dar mayores largas, es a la consolidación de la presencia del Estado en zonas de riesgo como la entidad michoacana, no con lo efímero e inestable de la fuerza de las armas, sino con políticas viables y de largo plazo a favor de la reconstrucción integral del complejo tejido social. Por el momento, en algunas regiones de Michoacán, parece que “el hilo y la aguja” lo tiene la criminalidad.
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