Miguel Ángel Mancera: ¿ser o no ser?

Este 17 de septiembre, el mandatario capitalino, Miguel Ángel Mancera, rindió su Primer Informe de Gobierno ante la VI Legislatura de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Mediante un discurso tan parco como su gestión, Mancera destacó los logros de una administración caracterizada por el desperdicio del capital y legitimidad política de quien obtiene con tanta holgura en las urnas (casi 7 de cada 10 votantes) un cargo de la importancia del de alcalde de una de las ciudades más grandes del mundo. La urbe parece estar a la deriva, impulsada sólo por una economía dinámica y una sociedad plural. En general, la percepción es que la capital del país tiene un gobierno pasivo y, en ocasiones, omiso. Si bien puede concederse que el lapso de su administración es demasiado breve para reclamarle la resolución de los problemas estructurales de la metrópoli, la alta susceptibilidad de la autoridad capitalina a ser engullido por escándalos derivados del ejercicio torpe del poder, contrasta con la capacidad de sus antecesores inmediatos –en especial a Marcelo Ebrard y Andrés Manuel López Obrador—para capear y “salir avante” de infiernillos iguales o peores. Mancera no ha estado ni cerca de encarar embates similares a un desafuero, un linchamiento o un trágico operativo en un antro, y su futuro político ya se ve tan gris como los cielos de la ciudad en estos días.
En cuanto a su liderazgo, Mancera ha ido perdiendo la oportunidad de ser representante de una “izquierda sin dueños”. Al no ser militante de ningún partido, el ex procurador llegaba al Palacio del Ayuntamiento con la posibilidad de ser el gran unificador de las distintas facciones, sobre todo del PRD, en el seno de la entidad pilar del electorado de izquierda en el país. Por el contrario, el mandatario ha caído en el juego de dilución de la oposición encarnado en el Pacto por México. Asimismo, a diferencia del radicalismo (retórico) de Ebrard y su distanciamiento (en las fotos) del gobierno federal de Felipe Calderón, Mancera es un ávido asistente a los actos del presidente Peña. Paradójicamente, para la Ciudad de México, la “pelea” Ebrard-Calderón fue más redituable que el “romance” Mancera-Peña. A fin de cuentas, en colaboración directa con la Federación, Ebrard pudo emprender la Línea 12 del Metro. Además, vía la aprobación de techos de endeudamiento razonables desde el Congreso de la Unión, así como por medio de las participaciones federales, el anterior jefe de gobierno pudo ampliar la red de Metrobús, sostener los principales programas de seguridad social locales, y potenciar las asociaciones público-privadas en proyectos como la Supervía Poniente y las llamadas Autopistas Urbanas. En cambio, Mancera, autoreducido en ocasiones a calidad de “regente”, sufre entre su incapacidad de liderazgo ante conflictos que, como él bien señala, dimanan de reclamos al gobierno federal, y la ausencia de un rumbo claro de su propia gestión, como si esperara que las soluciones también se filtraran desde Palacio Nacional.
En los próximos meses, Mancera enfrentará dos retos primordiales: la negociación del presupuesto y los techos de endeudamiento para la capital, y el aterrizaje de uno de los compromisos dentro del Pacto por México: la reforma política del Distrito Federal. Del primer factor dependerá la viabilidad económica del proyecto (si es que lo hay) de gobierno de Mancera. Respecto al segundo, su diseño enfocado en otorgar mayores facultades –y responsabilidades—al gobierno capitalino y al órgano legislativo puede sentar las bases o para un mejor funcionamiento de la urbe, o para su camino al desastre con una mala administración. En cualquier caso, incluso con las actuales limitaciones jurídicas de su cargo, es tiempo de que el jefe de gobierno actúe como tal.

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