El país parece obsesionado con ir para atrás. Unos se sienten más seguros al amparo del pasado, en tanto que otros se empeñan en hacer viable un mundo que quizá ya no puede ser pero que, en todo caso, no es particularmente atractivo. Muy elocuente es la forma como se observa y debate la evolución de la economía mexicana: la obsesión con la que se quiere recrear un mundo industrial que, a estas alturas, ya no es particularmente rentable. En lugar de ver hacia adelante en aras de construir una economía fundada en el valor agregado, la tecnología y los servicios, todo el discurso público parece obstinado en fabricar productos industriales que ya no generan empleos (ni ingresos elevados) y que, para colmo, actualmente acaparan economías con costos de mano de obra mucho menores.
La gran pregunta es si pretendemos desarrollar al país elevando los niveles de ingreso de la población y construyendo una economía sólida y próspera con una sociedad más equitativa o, por el contrario, si queremos competir con los salarios más bajos en las industrias más competidas y con menos futuro. Es decir, queremos volver a 1975 o avanzar hacia el 2025. La respuesta parecería obvia, pero eso no es evidente en el debate público actual, las posturas de los políticos, algunos empresarios o el ánimo de la población.
Si uno observa con distancia los temas que apasionan y obsesionan a los políticos y que proliferan en los medios de comunicación, resalta el hecho de que éstos suelen ser los menos importantes. El país se consume en debates estériles y disputas sobre nimiedades cuando uno los contrasta con los temas que de verdad importan. Al discutir el presupuesto, los legisladores se concentran en cómo van a limitar la deuda de tal o cual estado o cuántas subsecretarías se deben recortar, cuando lo verdaderamente importante es preguntarse por qué tenemos un sistema educativo tan pobre y malo, no obstante los billones de pesos que se destinan al sector. Las líneas ágata que se le dedican al precio del petróleo sugieren ese afán por no cambiar nada (o, en todo caso, qué tanto hay que apretarse el cinturón de disminuir su precio), en lugar de concentrarse en planteamientos sobre cómo transformar a esa industria para convertirla en puntero de nuestro desarrollo. Los empresarios viven quejándose de los precios de la energía en lugar de pensar en nuevas industrias o, más bien, servicios, cuyo potencial es descomunalmente superior (cierto, el precio de la energía y de otros servicios públicos es clave, pero lo es porque seguimos viviendo en un mundo industrial que se consume por la creciente competencia mundial). Los temas de fondo, los temas del futuro, están ausentes. Todo mundo parece concentrado en preservar el pasado.
En lo que a la economía respecta, el país está ensimismado. El gran tema que domina y abruma las mentes, así como discurso de la mayoría de empresarios y políticos, es cómo sostener la economía del pasado, es decir, la industria basada en la producción de bienes que hoy se han convertido en meras mercancías. Las economías que hoy son maduras se hicieron ricas porque, además de contar con una estructura legal, una infraestructura física y un sistema educativo de verdad, invirtieron en las llamadas industrias básicas como la electricidad, el acero, la petroquímica y los fertilizantes. Con el paso de los años, otras industrias, además de las básicas, se sumaron a ese mismo concepto, incluyendo la farmacéutica, automotriz, química y más recientemente las computadoras. El problema es que virtualmente todas esas industrias se han globalizado y cualquiera puede competir en ellas, lo que ha tenido el efecto de deprimir los precios internacionales y disminuir su rentabilidad. Mucho de la competencia que hoy representan productores chinos e hindúes, taiwaneses y brasileños se debe a que fabrican estas mercancías industriales (commodities) con estructuras de costos menores a las nuestras.
El principal cambio que ha experimentado la economía mundial en las últimas décadas responde al tránsito de la producción basada en la fuerza física a la fundamentada en el uso del cerebro. El cambio es dramático. Quienes hoy producen bienes como lo hacían sus ancestros décadas o siglos atrás, viven en un mundo donde lo que importa es la administración de las líneas de producción y el uso de la mano de obra por su capacidad física. Seguro que la eficiencia de esas empresas se ha elevado con el tiempo, pero la empresa sigue produciendo lo mismo de una manera muy similar.
En contraste, las empresas cuya característica medular descansa en el uso de la capacidad de raciocinio de su personal, están en otro mundo. Pueden producir los mismos bienes que las empresas que fabrican vidrio o acero a la manera antigua, pero su manera de producir, diseñar, comercializar es del todo distinta. Son compañías de servicios que fabrican algo, no empresas industriales dedicadas a la fabricación de una mercancía. Las primeras utilizan la tecnología para producir mejor, invierten en ingeniería y diseño, administran sus marcas y comercializan sus productos como si fueran empresas de servicios. Algunas elaboran programas de computación, pero muchas otras siguen en productos industriales, aunque se apartan del todo de los fabricantes tradicionales. La clave de su rentabilidad está en los servicios, no en la fabricación.
La combinación de tecnologías de comunicaciones, diseño, fabricación y comercialización en todo, desde la producción de bienes tradicionales como papel, zapatos o computadoras, pero también software, energía o crédito bancario, ha transformado al mundo. La rentabilidad de las empresas que se encuentran en estos campos no se deriva de la producción misma de los bienes, sino del valor agregado que la empresa genera a lo largo de su proceso. Emplean la tecnología para elevar su productividad más allá de lo que puede imaginar cualquier empresa tradicional. En lugar de competir con fabricantes chinos cuya rentabilidad con frecuencia emana de costos básicos como energía o mano de obra, compiten por los servicios adicionales que ofrecen, la innovación, la administración de sus marcas, la comercialización y logística y el desarrollo de propiedad intelectual. La empresa tradicional invierte en máquinas; la empresa de servicios invierte en conceptos o en los medios para desarrollarlos. Dos empresas pueden vivir una junto a la otra, vender productos similares y, sin embargo, ser muy diferentes.
La realidad del país, con muchas y muy encomiables excepciones, es una dedicada a sostener, proteger y subsidiar a las empresas que no tienen futuro como creadoras de riqueza o empleos. Basta asomarse al tipo de debate que se presenta en la prensa, por el propio gobierno, el congreso y las convenciones empresariales para advertir un virtual consenso que parece clamar por un retorno forzado hacia el pasado. Se estima que el proteger lo que existe es la mejor manera de avanzar hacia el futuro, aun y cuando todos reconozcamos la falacia del concepto. De esta manera, se inventan impuestos para proteger a la industria del azúcar en vez de transformarla; se crean salvaguardas para proteger industrias viejas en lugar de revolucionar todo el aparato educativo. El futuro está en otro lugar.
En lugar de lamentar la pérdida de empleos, la égida de empresas maquiladoras o la falta de nuevas inversiones, el país debería estar transformándose para hacer posible el nacimiento de una nueva plataforma de desarrollo económico. Si la economía moderna depende de las habilidades mentales, lo que se requiere es un sistema educativo volcado hacia el desarrollo de la capacidad de raciocinio, para lo cual el modelo educativo actual no sirve. La propia formación de los maestros choca con lo que demanda la economía del futuro. No es un asunto de dinero, sino de prioridades, énfasis y liderazgo. La única manera de generar empleos hoy y en el futuro es desarrollando las habilidades que el trabajo requiere. Por ello, cualquier estrategia de desarrollo que tenga posibilidad de ser exitosa tiene que partir del entrenamiento y la educación en temas como matemáticas y computación, ingeniería y tecnología. En todo caso, los esfuerzos podrían concentrarse en impulsar una sólida educación primaria y secundaria en matemáticas, lenguaje y capacidades analíticas. ¿Cuántos de los egresados de la escuela ni siquiera saben leer o escribir, para no hablar del uso de algún tipo de software? India, nación de más de un billón de personas, ha logrado educar, con estos criterios y enfoques, a más de cien millones de individuos, o sea, varias veces más que la totalidad de nuestra fuerza de trabajo. A la luz de esto, no es difícil explicar el impacto que está teniendo en toda clase de industrias de servicios en el mundo.
Nosotros tenemos dos opciones. Una es seguir peleándonos por volver al pasado. La otra es inventar y hacer posible el futuro. Por más que los políticos se rasguen las vestiduras por los empleos perdidos o las empresas que se encuentran en problemas, lo urgente es concentrarnos en la creación de nuevas oportunidades. Parte de ello tiene que ver con el desarrollo de tecnologías, pero mucho más con todo lo que se dice pero no se hace, como las reglas del juego (seguridad pública, Estado de derecho, propiedad intelectual, respeto a los contratos, etc.), la estabilidad macroeconómica y la educación. Un papel crucial lo juega también la reorientación del debate y del discurso político. Lo imperativo es pensar hacia adelante, buscar nuevas oportunidades y concentrar todos los esfuerzos, públicos y privados, hacia ese objetivo.
El país tiene dos posibilidades. Una es seguir perdiendo el tiempo en reconstruir lo que no tiene o en lo que no se puede fincar un futuro. Por supuesto, muchas empresas viejas van a seguir existiendo, empleando y funcionando. Pero es obvio que ahí no hay futuro porque, fuera de lo que logremos capturar de inversiones de este tipo que emigran de la economía estadounidense (y que cada vez son menores porque China resulta un destino más atractivo), ya no hay más opciones. La alternativa es concentrarnos en construir el futuro, debatir qué es posible y abandonar la inútil discusión sobre la historia o lo que pudo haber sido, pues nada de eso da de comer.
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