Vicente Fox es un manojo de contrastes. Propició el crecimiento desmesurado de expectativas, pero sus logros fueron más bien modestos; se mostró honesto y campechano a lo largo de todo el sexenio en un mundo político hostil con el que nunca pudo interactuar; facilitó el amplio crecimiento de las libertades personales pero concedió toda la cancha a los más reaccionarios de su partido; mantuvo un discurso visionario en paralelo con una total ausencia de estrategia. Fue un redentor que no redimió. El primer sexenio no priísta de la era moderna de México acabó siendo una gran oportunidad perdida a la que se debe buena parte del conflicto en que hoy estamos inmersos, aunque sus aciertos no son menores.
Fox es un buen hombre que creyó fervientemente que el problema de México era el PRI. En su perspectiva, el PRI era culpable de los males de México, por lo que su remoción equivalía a la solución de nuestros problemas. Este diagnóstico, simplista y hasta pueril, fue la guía sacrosanta del gobierno que logró renovar la esperanza de una gran parte de la población que ahora se siente no sólo traicionada, sino francamente engañada. Fox no entendió la naturaleza de su chamba ni el momento del país. Mostró enorme falta de juicio con el desafuero. Así como en su momento comprendió al electorado, fue incapaz de desarrollar una estrategia para la conducción de su sexenio. Acabó siendo el gobierno de botepronto, el régimen de las ocurrencias.
Luego de décadas del monopolio de un partido en el poder, era anticipable que el primer gobierno no priísta cometiera errores y pecara de ingenuidad. Inexplicable, por lo contrario, fue la absoluta incapacidad de comprender el momento histórico para responder con ello al electorado que con tanta ilusión lo aclamó aquel 2 de julio, no sin demandarle el igualmente famoso “no nos falles”.
Al llegar a la presidencia, Fox no había preparado nada. Dispendió el largo periodo del interregnum con sus head hunters en lugar de dedicarse a desarrollar una estrategia para su gobierno y construir el andamiaje político que la hiciera posible. En lugar de aprovechar el desconcierto y debilidad manifiesta del PRI para conformar la reorganización institucional del país, lo que algunos llaman “reforma del Estado”, de tal suerte que se estableciera la base de un Estado de derecho acordado por todas las fuerzas políticas, no pudo definir qué relación quería con el PRI o cómo habría de lidiar con el pasado. Seis años después, el pasado sigue persiguiéndolo y el Estado de derecho se puede apreciar, como probadita, en el campamento de verano en que se ha convertido el Zócalo y el Paseo de la Reforma.
El gran acierto del gobierno que está por terminar es quizá el menos vistoso, pero el más trascendente. En un país acostumbrado a crisis sexenales y a la destrucción sistemática del patrimonio de la población, Fox apostó por la estabilidad económica y financiera y no cejó en ello ni por un minuto. Claro de mente, responsable y práctico, no dejó que las presiones por el gasto lo distrajeran de lo esencial. A final de cuentas, la catástrofe del PRI comenzó precisamente cuando sus gobiernos dejaron de ser fiscalmente responsables. Lo último que haría un presidente “de la oposición” era caer en la misma trampa. Más allá de la crítica legítima a su gobierno, no es posible ignorar ni dejar de reconocer su excepcional acierto, que sin duda se podrá apreciar todavía más con la perspectiva del tiempo.
El gobierno que comenzó con lo que parecía imposible, la derrota del PRI, terminó muy poco después con su capitulación, primero ante Marcos y después en Atenco. El gran proyecto del gobierno fue derrotado por unos cuantos campesinos a los que no les sumaban las cuentas. Nadie en el gabinete tuvo la capacidad para entender las motivaciones y preocupaciones de los campesinos, en tanto los tiburones de la política vieron ahí la oportunidad de asestarle la estocada definitiva. El sexenio concluyó ahí, con unos cuantos machetes que intimidaron al gobierno legítimo que no entendió ni el proyecto del aeropuerto o la lógica de los dueños de la tierra, ni mucho menos supo ver o desarmar la andanada política que se le vino encima.
Vicente Fox es un buen hombre, sensible a las necesidades y problemas de México. Pero esos atributos no fueron suficientes para enfrentar los retos de una sociedad tan incrédula y una nación en lucha consigo misma. En lugar de procurar una nueva visión para el desarrollo del país, atizó las expectativas de lo que no era lograble y, en vez de conducir, dejó que las cosas pasaran por sí mismas. El actuar del presidente dejó un vacío que fue inmediatamente llenado por los peores intereses, al grado que hasta acabó discutiendo su pensión a lo largo de una contienda electoral que no era la suya.
Como todos los presidentes, Vicente Fox va a ser evaluado menos por lo que hizo que por lo que dejó de hacer. Al final de su sexenio, el presidente mantiene un alto nivel de popularidad, aunque la experiencia muestra que eso se explica mejor por la parafernalia mediática que lo rodea que por un sentimiento genuino de la población. En los próximos años quizá se aprecie con claridad que su legado de estabilidad económica no es nada despreciable, sobre todo porque, como lo ilustra Lula en Brasil, las economías que han atravesado traumas y crisis no se levantan de inmediato; requieren de un esfuerzo constante y sostenido que convenza a la población y a los mercados de que la estabilidad llegó para quedarse. Su sucesor tiene ahora la oportunidad de construir sobre lo que recibe y, con suerte, reestablecer elevadas y sostenidas tasas de crecimientos. El tiempo dirá.
A la mitad del vendaval de los tiempos aciagos y difíciles como los que dejó el proceso electoral reciente, es imposible determinar la profundidad del daño que dejó la falta de consistencia política y claridad de rumbo a lo largo de todo un sexenio. Es igualmente posible que las aguas retornen a su cauce y la población le confiera otra oportunidad al nuevo presidente, dejando tranquilo el legado de Vicente Fox, o que el conflicto y la tensión se conviertan en el pan de cada día de los próximos años, en cuyo caso el sexenio de Vicente Fox pasará no sólo al olvido, sino al ocaso.
Pero nada de eso resuelve el problema de México. El país lleva demasiados años paralizado y eso no augura nada bueno. Felipe Calderón tendrá que romper con la inercia para evitar lo que alguna vez escribiera Raymond Aron a propósito de su país: “Como no hay evolución en Francia, dijo, de vez en cuando hay una revolución”.
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