Es crucial conocer los nombres de quienes se encargarían de los principales despachos de la administración federal por parte de cada candidato. En un país caracterizado por instituciones débiles y una burocracia acomodaticia, los responsables de las principales estrategias y decisiones del gobierno harán la diferencia. Un presidente fuerte puede establecer las grandes líneas de acción e, incluso, meterse en los detalles más pequeños de algunas áreas del gobierno, pero ningún presidente tendrá jamás los conocimientos para llevar a cabo la instrumentación de todas las políticas, ni el tiempo para dedicarse a ello. Por fuerte que sea el individuo, el gabinete es crucial.
Las personas hacen una gran diferencia cuando su ámbito de competencia es muy grande. Y viceversa: cuando las instituciones son fuertes, la capacidad de las personas en lo individual para moldearlas es relativamente pequeña. Cuando existen tradiciones fuertemente arraigadas, reglas del juego que se respetan por encima de cualquier cosa y pesos y contrapesos bien desarrollados, todos estos elementos medulares de una estructura institucional consolidada, los titulares de cada dependencia son esencialmente líderes políticos que establecen la línea del gobierno en turno para que así la instrumente el aparato burocrático. Quizá el mejor ejemplo de lo anterior es Inglaterra: ahí hay un profesional que es el jefe de cada dependencia o secretaría, cuya responsabilidad es la conducción de la entidad independientemente del gobierno del momento; por su parte, cada gobierno nombra a un secretario de esa dependencia, que es quien responde ante el primer ministro y el parlamento. En una palabra, ahí sí, literalmente, lo único que cambia cuando cambia un gobierno es el titular y algunos asesores, pero nada más.
El caso mexicano es muy distinto. Para comenzar, una de nuestras grandes paradojas nacionales consiste en que tenemos instituciones débiles, pero una burocracia fuerte. Las instituciones son débiles porque no existen pesos y contrapesos que funcionen de manera efectiva, aunque en los últimos años algo ha mejorado en este renglón. No existen reglas del juego bien establecidas y aceptadas y el congreso cumple una función más de contrapeso que de peso, es decir, ha adquirido una mayor capacidad de limitar al ejecutivo, pero no de cumplir una función complementaria en el proceso de toma de decisiones. Lo mismo es cierto de la legalidad, donde ésta “se interpreta”, más que se instrumenta en las entidades públicas. Por tal razón, un secretario de gobierno tiene una enorme capacidad de alterar las prácticas cotidianas de la entidad, imponer sus preferencias y modular el actuar del gobierno de manera tal que salgan beneficiados sus proyectos favoritos, que pueden ser absolutamente adecuados pero también absolutamente corruptos. La debilidad institucional corre paralela a un inmenso potencial de corrupción y caprichos partidistas, todo lo cual es fuente permanente de incertidumbre para la población.
Es interesante comparar la realidad actual con la del pasado priísta, porque muchas cosas son parecidas, pero otras muy distintas. En la era priísta las reglas del juego no sólo eran claras, sino absolutas: por ejemplo, la regla número uno es que había un jefe y todo mundo se tenía que plegar ante él. Otra regla era que los puestos representaban concesiones para el beneficio de la persona agraciada con el cargo. De la misma forma, una persona que violaba alguna regla (usualmente la número uno, la de la disciplina ante el jefe) era susceptible de ser perseguida “con todo el peso de la ley”, así no hubiera cometido los delitos que se le imputaban. Las reglas eran claras, no había contrapesos (ni pretensión de que funcionaran) y las líneas de mando verticales. Aunque la personalidad de un presidente y su capacidad de mando sobre el equipo de trabajo constituyen factores que impactan el radio de acción de cada miembro del gabinete, este esquema de poder se reproduce todavía en cada secretaría. Y, ante la falta de estructuras institucionales fuertes, ese esquema de poder puede taducirse en un enorme potencial de construcción o disrupción.
La burocracia, ese otro gran componente del gobierno, juega un papel complementario muy relevante. Tiene vida propia e intereses que trascienden el período de un gobierno. En contraste con la Gran Bretaña, en México esos intereses son particulares, no institucionales. Desde que Baja California experimentó la primera alternancia de partidos en el gobierno, la burocracia demostró que su prioridad es el interés propio y que se adapta a cualquier cosa, siempre y cuando sus intereses sean respetados. La burocracia se adapta al liderazgo de la entidad y activa el juego de la corrupción y la complicidad de una manera natural, sin sobresaltos.
Por todo eso importan los nombres. En cada una de las secretarías el liderazgo hace una enorme diferencia. Por supuesto, hay algunas secretarías que tienen un impacto desproporcionado: Hacienda puede igual mantener la estabilidad económica (como ha ocurrido de 1995 a la fecha) que ser la causante de un desquicio permanente (como ocurrió en los 70). Es obvio que, en ambos casos, la personalidad del presidente fue determinante: en los 70, por su irresponsabilidad y mesianismo, más recientemente por la convicción de que sin estabilidad todo es irrelevante. Pero, de igual manera, la personalidad y conocimientos del secretario fueron determinantes.
Lo mismo se puede decir de la Secretaría de Gobernación, cuya función ha cambiado (o debería cambiar) para asegurar la estabilidad política y compensar las enormes carencias institucionales que padece el país. Una revisión de los nombres que han encabezado esa secretaría a lo largo de las últimas décadas demuestra que el individuo a cargo hace toda la diferencia. La Secretaría de Economía es otro de esos pilares: menos trascendente que la de Hacienda para la estabilidad, pero determinante para el crecimiento económico: eso lo dice todo. La Procuraduría de Justicia en un país sin justicia y sin legalidad es otro de esos bastiones que podría transformar al país o mantenerlo sometido a la corrupción: el liderazgo es determinante. ¿Las telecomunicaciones deben ser el privilegio de tres empresas, o debe haber un secretario capaz y dispuesto de velar por el consumidor?
Reza el viejo dicho que no hay mal que dure seis años. En esta era semidemocrática, es posible imaginar la posibilidad de menoscabar el dicho, aunque sea un poquito. Por eso importan los nombres. Y urgen.
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