En su extraordinaria crónica sobre el gobierno de Menem en Argentina, El Octavo Círculo, Cerrutti y Ciancaglini relatan el siguiente intercambio: “’¿Los menús son siempre iguales?’ preguntó el asistente de Menem al chef de la casa presidencial argentina. ‘Los menús cambian, los presidentes cambian. Lo que nunca cambia son los invitados a cenar’ respondió el cocinero presidencial”. Así parece ser nuestra historia. Cambia el contexto pero lo esencial siempre queda: se aprueban ambiciosas legislaciones, pero sin el menor ánimo de que se modifique la realidad. El costo de eso está a la vista.
La primera ola reformadora, en los ochenta, buscaba formas de dinamizar la economía para logar elevadas -y sostenibles- tasas de crecimiento (esos que desaparecieron desde el inicio de los setenta), pero sin alterar el statu quo político, o sea, sin poner riesgo los negocios, intereses y fuentes de poder de la todavía entonces llamada “familia revolucionaria.” Esa lógica procreó reformas incompletas, incapaces de lograr los objetivos propuestos. El resultado fue mejorías parciales pero no la prometida transformación. El descrédito de la clase política fue ganado a pulso
Treinta años después, la racionalidad del gobierno actual en sus reformas no fue muy distinta. Las nuevas reformas, algunas -sobre todo la de energía- son de enorme trascendencia y potencial; sin embargo, siguen siendo propuestas concebidas para mejorar la economía sin alterar la forma en que se deciden las cosas y, por lo tanto, sin poder conferirle certeza y predictibilidad a la ciudadanía y a los agentes económicos. Es esa dicotomía la que fue exhibida por Trump en estos meses.
Lo fundamental, eso que no hemos resuelto, tiene dos dinámicas. Por un lado, si bien el TLC es el principal motor de la economía mexicana y ha permitido lograr niveles de productividad, calidad y competitividad similares a los mejores del mundo, la parte de la economía que opera en esa lógica (en personas) sigue siendo relativamente pequeña. Buena parte de la economía mexicana, sobre todo la industrial, no se ha modernizado y eso implica que vive en un entorno de permanente incertidumbre y vulnerabilidad y, seguramente, es fuente de mucha de la desazón que aqueja a la sociedad. Aunque produce poco, esa parte de la industria es la que emplea a la abrumadora mayoría de la mano de obra e implica que innumerables familias mexicanas vivan en un entorno de permanente inseguridad.
Por otro lado, a un cuarto de siglo de la negociación del TLC, no hemos tenido la capacidad de crear las instituciones que pudieran satisfacer en México la función clave que el TLC representa para los inversionistas: una fuente de certidumbre y estabilidad para las empresas, pero también para la sociedad en su conjunto. Es decir, en lugar de convertir al TLC en una palanca para el desarrollo del país incorporando en su lógica a toda la sociedad, aislamos ese espacio de los vaivenes cotidianos. Ahora, en un entorno de enorme vulnerabilidad originada en el exterior, resulta evidente que no contamos con instituciones que sirvan de contrapeso al gobierno, causa de la enorme incertidumbre del momento actual.
Independientemente de la agenda de Trump, lo que nos distingue del resto de las naciones que han servido de blanco de sus incendiarias diatribas, es que somos extraordinariamente vulnerables, en forma incomparable a China, Alemania, Japón y otras naciones que también mantienen enormes flujos comerciales con nuestro vecino del norte. En lugar de haber construido una plataforma institucional de largo aliento, nos gobierna un sistema político creado por Porfirio Díaz en el siglo XIX y sólo institucionalizado por el PRI hace casi cien años (una “monarquía sexenal no hereditaria” en las palabras inmortales de Cosío Villegas). Ese sistema es disfuncional, favorece la corrupción, impide que quienes toman decisiones respondan por los resultados y mantiene en permanente tensión -y desconfianza- a la población.
Cambiaron las formas, cambiaron los presidentes y hasta los partidos -y, como con Menem, los menús- pero los comensales siguen siendo los mismos. Podría parecer un chiste, pero la historia de Menem y Argentina en realidad constituye una advertencia: es imposible preservar una realidad que se deteriora minuto a minuto sin ofrecerle salidas a la población. Dada la incertidumbre proveniente del norte, es de anticipar que no habrá inversión alguna hasta que no se aclare el panorama. La única forma de eliminar esa ausencia de certeza es construyendo un nuevo sistema político: un sistema efectivo de pesos y contrapesos modificaría la realidad del poder, eliminaría las facultades arbitrarias que hoy nos (des)gobiernan y cancelaría los riesgos que muchos mexicanos perciben para el 2018.
La alternativa consistiría en nombrar a don Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El Gatopardo, para jefe permanente del Estado. Si no otra cosa, con eso se lograría una congruencia cabal entre objetivos, procesos y resultados de nuestra realidad: se preservaría lo existente, pero aparentando grandes transformaciones. Que todo cambie para que todo siga igual. O peor.
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