México y China tienen muchas diferencias, pero bien podrían compartir una gran coincidencia: el crecimiento económico. Luego de la muerte de Mao, el régimen encabezado por Teng Hsiao-ping lanzó al ruedo una contundente transformación económica. Algunos años después, ese cambio se vio amenazado por la demanda de democratización que el gobierno chino no supo procesar de manera pacífica. Pero lo impactante fue que en lugar de acobardarse y ceder ante la presión de revertir las reformas causa del cimbramiento del statu quo ante, el gobierno chino hizo del crecimiento de la economía el imperativo político número uno. De hecho, mantener altas tasas de crecimiento se tornó en base para la estabilidad política y todo lo demás pasó a segundo plano. El resto es historia.
Tal vez sea tiempo de reconocer que México se encuentra en una tesitura similar a la de China cuando el desastre de Tiananmen, si bien no en naturaleza, sí en su enorme trascendencia. El país lleva años a la deriva por falta de liderazgo, pero sobre todo por la ausencia de una estrategia de desarrollo que haga digeribles los cambios que requiere la construcción de un país moderno. A diferencia de China, cada vez que México se ha encontrado con algún contratiempo —da lo mismo los zapatistas que una devaluación, una manifestación o un desencuentro político—, el gobierno perdió el temple, cedió ante las presiones y perdió el camino.
Mientras que la economía china ha crecido a tasas anuales superiores al 9% en promedio por casi tres décadas, creando empleos y absorbiendo a más de 400 millones de pobres en los procesos productivos, la economía mexicana difícilmente crece por arriba de la tasa de crecimiento demográfico y prácticamente no crea empleos nuevos, productivos y formales. Cuando mucho, la economía mexicana ha logrado mejorar el potencial de desarrollo de quienes ya están integrados en las estructuras productivas (incluyendo, por supuesto, a los informales), pero no ha sido capaz de avanzar hacia un desarrollo integral y exitoso que incorpore a toda la población en un proceso transformador de enriquecimiento y modernización generalizado.
La transformación económica de China no fue producto de la casualidad. Los dos ingredientes centrales que la han caracterizado son, por un lado, una gran claridad de visión y liderazgo y, por el otro, una determinación absoluta para lograr la transformación económica y social de su país. Al igual que México, la estrategia de transformación china se encontró con diversos impedimentos y enfrentó avatares diversos. La diferencia fue que en China el gobierno reconoció que el riesgo de ceder ante las presiones y demandas por abandonar los procesos de reforma sería tan enorme y tan costoso, que decidió acelerar el paso para no dejarse doblegar en ningún momento o ante circunstancia alguna.
El momento crítico en China se presentó con las manifestaciones estudiantiles en Tiananmen. La represión con que el gobierno chino dio respuesta a las demandas de democratización hace casi dos décadas, marcó un punto de inflexión en la estrategia de desarrollo de aquel gobierno. Hasta ese momento, un poco como en México hasta 1994, las reformas habían avanzado de manera más o menos fluida y sin grandes contratiempos. La suma de visión y liderazgo marcaba el camino.
Cuando irrumpió el movimiento estudiantil y las demandas de democratización, pero sobre todo la crisis de legitimidad derivada de la represión, el gobierno chino tuvo que optar entre abandonar el proyecto modernizador para satisfacer a sus críticos o convertirlo en un imperativo político por encima de cualquier otro factor. A partir de ese momento, todo el actuar del gobierno chino se ha encaminado a allanar el camino para el crecimiento económico. De hecho, no ha habido obstáculo suficientemente grande para impedir la consecución de su cometido central: el gobierno ha cambiado regulaciones y privatizado empresas, atacado intereses de todo tipo, construido infraestructura por todos lados y modificado su legislación. Para el gobierno chino, una elevada tasa de crecimiento económico explica el secreto de la estabilidad política.
Ciertamente, el gobierno mexicano no se asemeja al chino en estructura o poder, ni estoy abogando de manera alguna por la represión como método legítimo para impulsar un proceso de desarrollo. Pero es indudable que cuando el gobierno chino dio al crecimiento un estatuto de imperativo político, sus prioridades se tornaron transparentes y su actuar adquirió una determinación nunca antes vista.
Las circunstancias específicas de México nada tienen que ver con las de China en el momento de Tiananmen, pero no cabe duda que la capacidad y funcionalidad de nuestro gobierno (el conjunto del Estado) se han erosionado y su competencia para encabezar un proceso de desarrollo prácticamente se ha extinguido. El presidente Calderón enfrenta retos directos no sólo a la legitimidad de su gobierno, sino también a su actuar cotidiano. Una buena parte de la población ha quedado excluida del (enclenque) crecimiento que ha experimentado la economía y otra ha optado por emigrar ante la falta de oportunidades. Todo porque los gobiernos recientes han sido incapaces de encabezar un proceso transformador a partir de una estrategia de desarrollo que haga posible el crecimiento.
Como presidente electo, Felipe Calderón ha tomado decisiones por demás pragmáticas. Ha ido construyendo su gabinete con personas capaces de realizar el trabajo que se les encomiende en lugar de optar por gente cercana en términos políticos o ideológicos. Su proceder muestra una clara determinación de remontar los obstáculos que enfrentó –pero también creó- su predecesor, para intentar una transformación cabal del país. Ciertamente, no es el primer presidente en intentar una transformación de tal envergadura, pero tampoco hay muchos precedentes para el momento actual que vive la sociedad mexicana. A menos de que el presidente Calderón cambie radicalmente los términos de la discusión pública en el país, los retos que enfrentará serán inconmensurables.
Todo lo que queda de las grandes ambiciones transformadoras de los noventa son un conjunto de instrumentos que le han ido dando forma a la actividad económica, pero no hay una estrategia de desarrollo integral que plantee objetivos claros, establezca una dirección para el futuro o sea capaz de convencer a la población, y al conjunto del aparato político, de su imperativo político y moral. Y con todo eso comenzar a romper los obstáculos al crecimiento. Tal vez sea tiempo de aprender algo de los chinos.
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