Está de moda la idea de transformar el sistema político, abandonar nuestra tradición presidencialista y construir un sistema semiparlamentario que, en palabras de sus promotores, reconozca la nueva correlación de fuerzas en el país. Y, sin duda, para cualquiera que observe los cambios en la relación ejecutivo-legislativo a partir de 1997, cuando el PRI perdió la mayoría legislativa, es evidente que ese cambio en la correlación de fuerzas ha vuelto disfuncionales las estructuras institucionales existentes. La falta de avances legislativos en temas clave para el país, ilustra la urgencia de replantear las formas y estructuras que guían la actividad política del país.
Pero la urgencia suele ser mala consejera. Transitar de una presidencia todopoderosa a una creciente descentralización del poder, ha tenido la enorme virtud de evitar el tipo de abusos y excesos propios de la inexistencia de pesos y contrapesos efectivos. A diferencia del pasado, entidades como el poder legislativo y la Suprema Corte han evitado en estos años que la presidencia logre que se aprueben iniciativas inadecuadas sin más. Pero lo contrario también es cierto: de una presidencia excedida y excesiva pasamos a un sistema disfuncional que no favorece la discusión analítica y seria de los temas. Del “sí” absoluto pasamos, en el sexenio foxista, al “no” igualmente absoluto. Ninguno de los dos es aceptable. Y el riesgo es que, en lugar de disminuirla, acabemos institucionalizando la parálisis.
Se han presentado muchas propuestas para corregir esta situación. Algunas son fundacionales toda vez que se pronuncian por tirar a la basura todo lo existente y comenzar de nuevo, pero la mayoría se centra en cambios fundamentales sobre todo en cuanto al poder del congreso. Muchas proponen una nueva constitución y un sistema parlamentario con una presidencia relativamente débil, etcétera. El principal problema reside en que toda la discusión se concentra en el poder del legislativo, pero nadie está dispuesto a desafiar el poder de los partidos ni mucho menos a convertir al ciudadano, esencia de la democracia, en el punto focal del sistema.
El poder de la vieja presidencia disminuyó cuando desapareció el monopolio del poder de un partido tanto en el poder ejecutivo como en el legislativo, pero sobre todo cuando se dio el “divorcio” entre el PRI y la presidencia. Sin el partido integrador y dedicado al control político, la presidencia perdió su capacidad de imponer sus preferencias y prioridades. A su vez, el poder migró hacia los gobernadores, pero sobre todo a los partidos políticos. En el pasado, cuando un individuo aspiraba a desarrollar una carrera política sabía que su apuesta residía en cortejar al presidente a través de su disciplina y lealtad (léase sumisión). En la actualidad, ese mismo individuo tiene que servir a los intereses de su gobernador o del liderazgo de su partido. Aunque las cosas han cambiado, el sistema es más democrático sólo en cuanto a que hay más fuentes de poder en competencia, pero no respecto a una mayor representación de la ciudadanía. Peor, la dispersión del poder que hemos observado no ha resuelto los problemas del país y ha hecho mucho más difícil su solución. El viejo presidencialismo tenía muchos defectos, pero cuando actuaba de manera adecuada podía lograr avances de consideración. Hoy sólo vamos hacia atrás.
La pregunta es cómo avanzar. Pretender construir un sistema semiparlamentario es vivir en la negación. Con los desacuerdos que caracterizan a los partidos, la creación de un primer ministro o figura equivalente no haría sino crear un nuevo factor de inestabilidad permanente. Como en la cuarta república francesa, el gobierno caería cada vez que un líder partidista se levantara de mal humor. Basta observar cualquier sesión del poder legislativo en los años recientes para reconocer que el consenso y la responsabilidad no forman parte de nuestras fortalezas. Quizá sería mejor comenzar por cambios pequeños que resuelvan problemas específicos en lugar de emprender grandes transformaciones que no harían sino modificar la naturaleza del problema sin resolverlo.
Ciertamente, los políticos mexicanos son afectos a las grandes transformaciones. ¿Para qué corregir problemas específicos cuando se puede cambiar el sistema, castigar enemigos y replantear toda la estructura política de un plumazo? Si bien no tengo la menor duda de que la motivación de quienes propugnan por una reforma sustantiva es benigna, el país ha sufrido tantos cambios inconclusos y muchas veces inadecuados que una gran transformación podría surtir un efecto contrario al esperado. Quizá más importante, no podemos impulsar una gran transformación sin determinar antes el objetivo real, profundo y fundamental de dicha transformación. Y ahí es donde entran en colisión las propuestas con los proponentes.
Independientemente de su contenido, las propuestas de reforma se pueden dividir en dos grandes campos: aquellos que plantean cambios desde una perspectiva técnica y, en todo caso, desinteresada, y aquellas que no tienen más objetivo que, como se dice coloquialmente, disfrazar a la mona, es decir, cambiarlo todo para que todo siga igual, para que nada cambie. No cabe la menor duda que tras el activismo que acompaña a la reforma institucional yace el objetivo de fortalecer a los partidos políticos como el factor soberano de nuestro sistema político. De lo contrario, que alguien explique la increíble propuesta de castigar el llamado “trapecismo” político.
El México de hoy vive la contradicción de un sistema político presidencial con disciplina de partido, es decir, una extraña mezcla del sistema presidencial estadounidense con el parlamentarismo europeo. Esa combinación fatal ha producido el impasse actual, que no podrá combatirse debidamente a menos que cambie alguna de las dos instituciones. La propuesta más frecuente plantea fortalecer al legislativo con miras de doblegar a la presidencia. A falta de una disposición para construir una verdadera democracia representativa, quizá sería mejor encontrar formas de romper el impasse sin cambiar el equilibrio general, es decir, buscar la manera de hacer funcional el sistema actual y aguardar tiempos mejores para llevar a cabo la fundación de esa democracia anhelada.
El problema esencial hoy por hoy es la falta de pesos y contrapesos. Hay capacidad de bloqueo pero no equilibrio. ¿Por qué no comenzamos por algo sencillo?: una ley guillotina que obligue al poder legislativo a responder ante iniciativas del ejecutivo o ver la iniciativa aprobada por default. Por algún lugar hay que comenzar.
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