Pensar el crecimiento

Telecomunicaciones

En el arranque de un nuevo Gobierno, conviene preguntarnos cuál es el gran objetivo que debemos perseguir como nación y de qué forma alcanzarlo. Eso es justamente lo que hace Luis Rubio en Ganarle a la mediocridad. Concentrémonos en crecer (Miguel Ángel Porrúa / cidac, México, 2011). Desde su punto de vista, no debemos apostar por las grandes transformaciones que fácilmente quedan truncas, sino por reformas más limitadas pero también más realistas que detonen cambios estratégicos y deriven al fin en un crecimiento económico mayor. Sobre ese libro conversamos con el autor. Luis Rubio
ARIEL RUIZ MONDRAGÓN: ¿Por qué publicar un libro como Ganarle a la mediocridad?
LUIS RUBIO: Creo que en los últimos años en México la discusión ha sido de “todo o nada”. Lo que yo traté de plantear fue una discusión en un sentido distinto: la perfección no existe, y si seguimos en maximalismos nunca vamos a resolver los problemas del país.
Mi propuesta es bastante modesta: que nos concentremos en un solo objetivo y hagamos lo necesario para alcanzarlo. Si logramos empezar a crecer, eso, primero, volverá menos complicados los problemas, y segundo, hará más fácil que la gente esté dispuesta a aceptar los costos de las reformas y cambios que va a haber. Mi idea es concentrarnos en algo más modesto pero mucho más realista.
A lo largo del libro se habla de cómo generar riqueza. ¿Cuál ha sido la relación de nuestro proceso democratizador con el crecimiento económico del país?
Yo creo que la correlación, en todo caso, es negativa. El único factor que ha tenido una incidencia importante sobre el crecimiento de la economía es un mecanismo que se creó como garantía frente a los cambios políticos y que se hizo a medias (como tantas otras cosas): el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. El TLCAN se concibió para generar un sentido de permanencia, para dar seguridad a los inversionistas de que las reglas del juego no iban a estar cambiando todos los días. Se buscaba originalmente un acuerdo de inversión, no de libre comercio; el precio por obtener la garantía de inversión fue liberalizar el comercio, no al revés.
Lo que se hizo fue darle certidumbre al empresariado grande, que se adaptó a las redes internacionales de comercio pero no transformó la economía interna. Esto se vio de una manera brutal y extrema en los últimos tres o cuatro años. Al bajar las exportaciones debido a la caída de la economía americana, cayó aún más la economía mexicana: el consumidor principal, la fuente mayor de ingresos, de lo que gastamos en otras cosas para generar así un círculo virtuoso, se colapsó.
Lo que nos urge es activar la economía interna. Nos hace falta un tratado de libre comercio interno, o sea liberalizar la economía interna, que está apretadísima por todas partes.
Así, creo que la correlación entre democratización y crecimiento es en general negativa, porque hemos mantenido muchos de los mecanismos de protección que existían antes y no hay incentivos ni capacidad para transformar al empresariado interno en otra cosa. Encima de eso, hay muchas fuentes de incertidumbre.
Hay muy pocos empresarios que pueden competir con las importaciones (se defienden porque existen protecciones, no porque tengan capacidad de competir) y allí hay un déficit enorme. Y el consumidor, por supuesto, tiene derechos que no tenía antes: consumir y comprar cosas importadas, que las hay por todos lados, lo que por supuesto afecta al empresariado doméstico, que no se adapta.
Usted habla de las tres grandes etapas de la política económica en el México del siglo xx: el desarrollo estabilizador, la etapa estatista de los años setenta y la liberalización a partir de los ochenta. ¿Cuáles son las grandes lecciones que podemos aprovechar hoy de aquellas políticas?
Yo creo que podríamos hacer un símil con la ley electoral: cuando uno plantea un marco de libertad política, se requieren regulaciones para asegurar que no haya extremos. Hay que estar vigilando cada espacio y cada resquicio, porque de otro modo se sale todo de control. Lo que ha pasado en el terreno electoral es eso: continuamente hay que acotar y poner nuevas corazas y muros para evitar que las cosas se vayan por una dirección distinta de la que los controladores quieren.
En la economía es lo mismo: es mucho más fácil administrar un sistema cerrado que un sistema abierto. Un sistema cerrado tiene reglas del juego muy claras; por supuesto que hay fraudes, pero en grandes números no es lo más importante. Cuando uno habla de un esquema liberal en el cual una persona puede importar productos más baratos, podemos discutir si se trata de dumping o no, pero mientras tanto el consumidor ya se benefició. Como dicen los economistas, la función objetivo es el consumidor, no el empresario; en el sistema anterior se tenía lo que el empresario podía producir, y que se fregara el consumidor.
Así, un esquema abierto requiere muchas más libertades y mucha más disposición a tolerarlas. Lo que creo que ha fallado es que ni hemos liberado lo suficiente ni tenemos mecanismos de regulación apropiados, y fallamos por los dos extremos: hay una gran cantidad de cosas protegidas o subsidiadas que distorsionan todo.
Un ejemplo es que está protegida la fabricación de suelas de cierto tipo de zapatos: todos los zapateros que dependen de esas suelas tienen que pagar más caro. Esto los perjudica a ellos mismos, que no pueden exportar ni pueden competir con una importación china o coreana de zapatos que ya vienen a un precio irrisorio. La protección y el subsidio acaban siendo nuevas distorsiones y perjudican al consumidor.
Por ello, algún día tendremos que tomar la decisión de liberalizar el mercado interno, para que todo mundo pueda beneficiarse. Sin embargo, va a haber muchos costos en el camino: obviamente, habrá muchas empresas que no aguanten la competencia. Hay empresas que han ido perdiendo mercado poco a poco y no lo han notado. Pero después de dos décadas de perder tres o cuatro por ciento de mercado al año, pues casi no les queda nada.
De ahí la propuesta de que tenemos que crecer: si logramos hacerlo más rápido, los costos serán menores, no para el individuo sino para el conjunto, pues surgirán otras empresas. Si hay alguna cosa maravillosa en el mexicano es la capacidad de ser empresario; la mayoría no se llama así y a muchos les choca, pero la economía informal es un fenómeno espectacular. Son empresarios verdaderamente impactantes, y todos tenemos experiencias de cómo de la nada empiezan a crecer poco a poco.
Si liberalizáramos y si creáramos mecanismos para que fuera fácil y barato formalizarse, tendríamos otra generación de empresarios enorme que podría sustituir a esa que está encumbrada y protegida y que no sirve para nada, que no aporta grandes beneficios a la colectividad.
El libro destaca que el problema de la economía es eminentemente político, e incluso usted llega a decir que es mental. Plantea que no hay que impulsar tanto las grandes transformaciones (a nivel constitucional, por ejemplo) como pequeñas reformas más limitadas pero más útiles y pragmáticas que permitan una mejor adaptación a la globalización. En su opinión, ¿cuáles de estas son las tres más importantes?
Hay que cambiar muchas cosas pero no creo que necesitemos reformas dramáticas, sino resolver algunos asuntos. Por ejemplo, cuál va a ser la estrategia de competencia, cómo será el marco laboral, que realmente afecta al crecimiento. Uno de los problemas verdaderamente importantes son los impedimentos para contratar gente; otro está en las relaciones sindicato-empresa y trabajador-empresa (esta es una distinción fundamental).
También creo que hacen falta sistemas de pesos y contrapesos. Hoy hay muchos pesos —el Congreso puede impedirle al Ejecutivo hacer cosas, por ejemplo— pero debemos tener contrapesos para que haya equilibrios. Ese es quizá el cambio más importante, e implica reformas públicas que poco a poco, en el contexto de una mayor participación de todas las fuerzas políticas, generen equilibrios e impidan los peores extremos.
Si le haces tu pregunta a distintas personas, vas a recibir distintas respuestas; pero no creo que el problema sea encontrar cuáles son las reformas más urgentes ni las más importantes. Si se resuelven los problemas de la legitimidad y de la distribución de los beneficios, todas las demás reformas empiezan a caer.
En temas como el de la competencia, tenemos contradicciones de origen que impiden que se resuelva. Por ejemplo, la Ley Federal de Competencia Económica salió menos de un año después de que se privatizó Teléfonos de México, y son dos extremos absolutos de concepción: por un lado, se vendió una empresa al precio más alto posible con condiciones de monopolio por un número de años; pero por el otro, queremos competencia. El mismo Gobierno sacó las dos cosas. Pues bueno, no puede ser: tenemos que ponernos de acuerdo y escoger.
También debemos acordar cuál es la regla que va a seguirse y aceptar nuestra realidad judicial. Me parece que los chinos han sido muchísimo más sensatos que nosotros: ellos reconocen, de entrada, que no tienen un sistema judicial confiable y serio que evite conflictos de años como los que hay aquí, en donde amparos y más amparos paralizan todo y no permiten resolver nada. Lo que ellos hicieron fue diferente. Su ley de competencia es más simple: dice que en 15 años, para 2022 y 2023, no puede haber una sola empresa que tenga más de 40% del mercado en nada; no puede haber dos empresas que tengan más de 60%, y no puede haber tres que tengan más de 70%. Así de sencillo. Con un horizonte de 15 años, dicen: “Corrige tu situación, ya no inviertas más en tal cosa sino en otras, para que puedas ir ajustando tú solo”. Ese es un mecanismo muy sencillo y transparente, con un horizonte largo, y la gente se puede adaptar. No es un tema de sanciones sino de incentivos, y es muchísimo más fácil hacerlo así. Yo creo que son más pragmáticos que nosotros, que tendemos a ser muy legalistas.
En ese sentido, también habla de los incentivos para cambiar el juego político tan perverso. ¿Cuáles servirían para desbloquear el camino de las reformas?
Un hecho incontrovertible es que se perdió la oportunidad de una gran reforma transicional en 2000, cuando los priistas estaban dispuestos a cualquier cosa.
Yo creo que lo que se requiere es un gran pacto sobre tres temas: legitimidad, distribución del poder y mecanismos de participación de la sociedad en la toma de decisiones. Aquí entran preferencias: me parece que debemos pensar en la reelección, aunque esto es complicado en un sistema híbrido de representación proporcional y representación directa. ¿Qué pasa con los proporcionales, que tienden a ser los que gobiernan las cámaras? La mayor parte de los presidentes de comisiones y jefes de bancadas son proporcionales (no en todos los casos, pero es lo típico). Me encanta la idea de la reelección, pero no me parece que sea funcional mientras tengamos ese híbrido. Primero habría que resolver esto. En mi opinión, deberíamos tener un sistema solo directo o solo proporcional; creo que la mezcla es mala.

Otra forma de incentivar sería un mecanismo para que Hacienda diera un mayor presupuesto a los Gobiernos estatales a cambio de que ellos recaudaran más. Se trata simplemente de hacer una tabla en la que la capacidad de los estados de recibir fondos federales suba exponencialmente: por un peso recaudado, reciben 2; si recaudan 7, reciben 25, y así sucesivamente; que el incentivo sea mayúsculo, para que aumente la recaudación.
Finalmente, tenemos que pensar en algún mecanismo que obligue a corregir las leyes que no sirven. Por ejemplo, los franceses tienen la famosa “ley guillotina”, que implica que cuando el presidente manda una iniciativa, el Poder Legislativo tiene un periodo perentorio para responder; puede tumbarla o modificarla, pero si no hace nada en el lapso establecido, automáticamente se aprueba. De esa manera cambia la relación de poder.
El punto es que debemos encontrar mecanismos apropiados, que respondan a las circunstancias particulares de México, porque cada país tiene sus realidades, su historia, su idiosincrasia. Copiar es la peor de las salidas; con las propuestas de copiar la segunda vuelta o la reelección hay que ser cuidadosos porque no necesariamente son aplicables a nuestra realidad.
Otra condición esencial para generar riqueza es reformar el sistema educativo, tal vez vinculándolo más con el aparato productivo. ¿Es así?
Hay una frase que me encanta de Bertrand Russell. La leí hace casi 40 años y dice que lo importante es crear seres humanos, no autómatas para el aparato productivo. En la era industrial, cuando se mencionaba la vinculación entre el ámbito educativo y el productivo, se pensaba en gente técnicamente competente para que pudiera funcionar dentro de una fábrica. Pero en la era de la información, lo que vale es lo que decía Russell: la capacidad creativa de las personas, la capacidad de concebir un nuevo producto, de hacer software, de modificar patrones de producción, etcétera. Es decir, cosas más intelectuales que manuales.
Sí es importante la vinculación, pero no en el sentido de que las escuelas formen ingenieros estructurados para manejar una máquina; eso en esta época es absurdo. Lo que agrega valor ya no es el proceso industrial. De ahí que competir con los chinos por salarios de tres centavos de dólar sea una locura que no nos lleva absolutamente a ninguna parte, no agrega valor y por lo tanto no genera riqueza.
El gran problema es que tenemos un sistema educativo diseñado, primero que nada, para el control político, ni siquiera para la producción. Lo que deberíamos hacer es saltarnos dos o tres etapas para llegar a la era del conocimiento. Este es un reto dramático porque tenemos que cambiar desde la relación Gobierno-sindicato hasta la naturaleza misma del proceso educativo, y eso implica reentrenar a todo mundo, empezando por los maestros, por supuesto.
La Alianza por la Calidad de la Educación, que se firmó hace pocos años, por lo menos ya tenía la primera idea, que era que los maestros fueran compensados en función de los exámenes estandarizados. Era un primer camino en esa dirección, pero obviamente se requiere de una transformación radical del sistema educativo, sin asignar culpas. El que tenemos es un sistema educativo creado en el momento más álgido del priismo para controlar a la población, y lo que hoy necesitamos es dar a la gente instrumentos para que pueda sobrevivir en un sistema abierto, competitivo, donde lo que importa es la capacidad de los niños y las personas en general para ser exitosos.
Usted señala que para llevar a cabo esta transformación hace falta un liderazgo fuerte, pero de inmediato se piensa en el autoritarismo, en el presidencialismo clásico.
Es una conclusión a la que llegué renuentemente. Creo que el gran éxito de la derrota del pri es que un autoritarismo de ese tipo es muy difícil de reconstruir; sí se puede, como ocurrió con Vladimir Putin, y es un ejemplo que hay que tener presente todo el tiempo.
En los países que han logrado transformaciones —como Sudáfrica, España, Brasil, Chile y Corea del Sur (algunos más que otros)— hubo la capacidad política de articular los cambios. Me parece que somos el único país del mundo que ha tenido al hilo tres presidentes que no eran operadores políticos en el momento más complicado de una transición económica y política. Lo que aquí se necesitaba (lo que aún necesitamos, y creo que este es el gran reto del próximo sexenio) es que el presidente logre sumar y ver cómo hacemos cambios juntos. El asunto no está en manos de un partido nada más, tienen que participar todos, y va hacer falta una capacidad de operación política que no tuvieron ni Ernesto Zedillo, ni Vicente Fox, ni Felipe Calderón.
Ese ha sido, creo, el enorme déficit de estos años: no es que el Congreso y el presidente sean contrarios y no puedan pasar reformas, sino que no ha habido capacidad de convencer, de negociar, de sentarse en la mesa y pasarse 50 horas hasta que al fin se alcancen acuerdos, en algo que es toma y daca como la política. Si la política no es eso, ¿qué otra cosa es?
El actor central del libro es, por supuesto, el empresario. Se tiene una mala imagen de él, como usted dice. Se lo considera voraz, debido en parte a los grandes monopolios o cuasimonopolios que hay en la actualidad. ¿Cuál es el perfil del empresario mexicano que puede ayudar al país?
Lo primero es que la empresa se creó para descentralizar la toma de decisiones; es decir, no es el Gobierno el que decide por todos. El riesgo se reduce si hay miles o millones de individuos tomando decisiones, cada quien las suyas. Unos van a errar y otros a acertar, y en conjunto vamos a estar todos mejor. Ese es un poco el principio.
No es que el empresario sea el protagonista en el sentido de que haya que privilegiarlo. Más bien debemos pensar que es el mecanismo social que crea riqueza, y tenemos que generar condiciones para que cualquier mexicano pueda ser empresario.
Como decía yo antes: la economía informal es la mejor prueba de que el mexicano puede ser empresario en serio. La economía informal no puede crecer porque no tiene acceso al crédito ni lo va a tener nunca, porque no tiene manera de garantizarlo. Entonces, tenemos que encontrar maneras de formalizar esa economía que no impliquen costos dramáticamente más elevados, y entrar así en un círculo virtuoso.
Yo creo que no existe el prototipo del empresario mexicano. Lo que tiene que haber son reglas del juego que impidan los abusos que hoy se dan. Las condiciones que gozan muchos de los grandes impiden que los demás prosperen, y eso debe cambiar.
Hay que encontrar formas de desmantelar los cárteles virtuales que existen, no nada más castigando sino más bien incentivando. Hay algunos incentivos que no son difíciles; por ejemplo, las importaciones son muy útiles para desencadenar competencia. Sí, hay que cuidar que las reglas del juego estén bien hechas, pero a manera de expandir el mercado interno de tal forma que el consumidor no sufra son los incentivos.
Tenemos que crear un entorno mucho más estricto y, al mismo tiempo, mucho más amable para que pueda producirse la riqueza.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.