Todo en nuestra sociedad parece encaminado a imponer límites. Los niños viven limitados en el espacio en que se desenvuelven, los adultos se empeñan en definir las conductas que son aceptables y las que no lo son. Los políticos se desviven por ampliar o restringir la democracia, en tanto que los empresarios quieren imponer sus intereses sobre los consumidores. Parecería que todo mundo quiere que los demás se limiten, reservándose para sí una amplia libertad. Lo que falta no son límites, sino equilibrios, pesos y contrapesos, balances entre los derechos individuales y los de la sociedad. Esos límites nadie los puede imponer.
Discurrir sobre el concepto de límites equivale a cuestionar la dinámica elemental de la organización humana. Todas las sociedades establecen límites al actuar de los individuos; sin embargo, no todas lo hacen de la misma manera. Y las diferencias en la forma en que lo hacen son tan importantes que acaban determinando la naturaleza de las relaciones sociales, los niveles de tolerancia y conflicto y, en muchos casos, la capacidad de la sociedad de funcionar como un todo colectivo.
En términos conceptuales, hay dos maneras en que operan los límites en una sociedad. Una es a través de la existencia de mecanismos naturales, automáticos, que generan equilibrios entre los derechos individuales y los colectivos. Donde existen esos mecanismos, los individuos actúan dentro de límites que nadie impuso de manera expresa o intencional, pero que todo mundo reconoce como suyos y en su mejor beneficio. Es decir, existe un alineamiento perfecto entre los intereses y derechos individuales, por un lado, y los espacios de interacción social, por el otro. Los individuos adoptan modos de comportamiento que resultan enteramente de su libre albedrío.
Se trata de pesos y contrapesos que la sociedad y sus instituciones desarrollan y que hacen posible la convivencia social en cualquier nivel: entre los poderes públicos (ejecutivo y legislativo, por ejemplo) y entre los padres de familia y los maestros en la escuela; entre las personas que son creyentes y quienes son laicas; entre quienes pertenecen a un partido de derecha y los que son miembros de uno de izquierda. Los equilibrios que la sociedad genera producen un marco de tolerancia que la distingue en todo momento: en Holanda, por ejemplo, ningún político se atrevería a insultar a un contrincante, a pesar de profundos diferendos en sus ideas o posturas políticas, porque ninguno de los dos sabe cuándo va a acabar compartiendo una coalición gobernante. La existencia de pesos y contrapesos genera equilibrios naturales y esto hace innecesaria la imposición de límites.
Las sociedades que no cuentan con mecanismos automáticos de equilibrio padecen patologías permanentes en el comportamiento social. En lugar de que los individuos tengan una propensión natural, automática, a vivir y dejar vivir, existe una predisposición a imponer valores y preferencias, sean éstos políticos, religiosos, sexuales o morales. Diversos grupos de la sociedad sienten la necesidad de establecer códigos de conducta para que todos sus integrantes se apeguen a estos, sin reconocer la diversidad de valores o preferencias presentes en cada uno de ellos. Nadie se siente enteramente libre porque todos saben que hay códigos de conducta contradictorios que se esfuerzan por cumplir, sin asumirlos nunca como suyos. Todo esto produce comportamientos autoritarios y arrogantes, además de un gran cinismo en una sociedad que se comporta de una determinada manera porque no hay alternativa, pero sin jamás creer que ese “buen” comportamiento está alineado con su mejor interés.
Independientemente del mundo en que uno se desenvuelva, el ideal a buscar es un marco institucional que se caracterice por la existencia de pesos y contrapesos que, a su vez, produzcan equilibrios. Cuando eso existe, los individuos tienden a ser tolerantes y abiertos, dispuestos a competir y a ganar, pero también a perder. Nadie en ese contexto supone que es necesario limitar los derechos de los individuos, pues los límites existen de manera natural.
Muy diferente es el caso de sociedades en que la propensión natural es al conflicto y a la intolerancia, a la agresión y a la violencia, como es la nuestra en más de un sentido. En ese mundo todos quieren imponer sus propios límites: los padres se asumen como protectores de sus hijos y construyen murallas a su derredor; los políticos se asustan de la participación política y se quejan de los excesos de la democracia; los religiosos no pueden imaginar un mundo distinto al suyo y se dedican a acosar a los laicos; las derechas niegan legitimidad a las izquierdas y las izquierdas se asumen como las únicas con legitimidad en el universo. La idea de límites acaba siendo moneda común, aunque sin posibilidad alguna de triunfar porque nadie puede poner límite a esos límites.
Nadie con una mínima sensatez tendría dudas sobre cuál de las dos sociedades es más deseable para vivir. El gran problema es cómo lograrlo. Hablando de la democracia, John Womack, el famoso autor de la biografía de Zapata, ponía este debate en su justa dimensión: “la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir. Son las formas decentes de vivir las que producen la democracia”.
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