La ya famosa frase “primero los pobres” es políticamente muy rentable. La forma en que se explota, sin embargo, la ha convertido en el equivalente económico a mayores subsidios, castigos impositivos a los que más tienen, a la defensa de la soberanía nacional en sectores estratégicos, a proteger las fronteras de productos importados, a la reducción de las desigualdades de ingreso, en fin, a quitar aquí para dar allá.
Pero en esta versión, la retórica popular de “primero los pobres” equivale a más de lo mismo que ha tenido la nación durante los últimas décadas—clientelismo, regímenes de preferencia, esquemas de redistribución, y demás. El resultado final ha sido generalizar la pobreza en la economía, privilegiando a sólo unos cuantos en el poder, que han lucrado a expensas de los que menos tienen. Así visto, “los de arriba” han sido aquellos que, bajo la cultura de mercantilismo en México, han operado arreglos clientelares entre empresarios y gobernantes, con altas transferencias de riqueza, en un perverso juego de suma negativa.
Dos observaciones. Primero, no hay duda que la pobreza es, y ha sido, el principal problema de la economía, durante varios años. Segundo, sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el problema de la pobreza, y otro problema, el de la distribución de la riqueza. Las desigualdades, si bien patentes, podrían ser menos intolerables si tuviéramos una cultura de crecimiento que, en forma sostenido, lograra contribuir hacia la apreciación constante de los salarios reales.
Hoy, a partir de la debacle cambiaria de 1994, los salarios reales se han estancado. No han disminuido, gracias al efecto de la estabilidad de precios. Empero, los avances en material de crecimiento han dejado mucho que desear. Una economía en vías de desarrollo requiere, como mínimo, tasas de crecimiento de alrededor de 6% anual, congruente con la estabilidad de precios, por un periodo mínimo de una década, para empezar apenas a ver resultados positivos en el combate a la pobreza—independientemente de si ello ocasiona mayores desigualdades de ingreso, por lo menos en ese periodo.
Pero ese tipo de crecimiento requiere, entre otras cosas, una cultura de apertura en los sectores que todavía se encuentran restringidos a la inversión, así como a mayor nivel de competencia. Los monopolios, y los privilegios monopólicos, son la estampa mortal de nuestro sistema. El dominio que se manifiesta a través de sectores variados, tanto privados como públicos, inhibe oportunidades de crecimiento, y genera altos costos para todos los que procuran operar en el sector real. De alguna forma, nuestra experiencia reciente parece confirmar la tesis que a mayor monopolio, menos competitividad; o, dicho de otra forma, donde no hay competencia, hay incompetencia.
El reto, así visto, no es si tal o cual es el candidato de los pobres, o si tal o cual le da preferencias de cierta índole a los que menos tienen. Sin una clase política que no cree las condiciones de mayor competencia, en todos los sectores, habrá menor oportunidad de emepezar a ver esas tasas de mínimo 6% anual, en forma sostenido, que nos ubique en una posición donde verdaderamente podemos hablar de primero los pobres. Empero, bajo las excusas de desigualdad, se siguen promoviendo clientelismos, y protecciones, que sólo acaban beneficiando a los que verdaderamente están “arriba” en la pirámide mercantilista de la economía: la mancuerna fata de empresarios y políticos que se enriquecen por la vía del proceso político, no por la vía del proceso económico.
Valdría la pena, cuando hablamos de pobreza, decir que primero los pobres (lo que requiere altas tasas de crecimiento a lo largo de un amplio periodo de tiempo) y después las desigualdades. No son la misma cosa, y vaya que nuestro entorno económico actual es prueba de ello.
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