Hace unos días, cambiando de canales en un hotel, me encontré con un programa de discusión en TVE, la televisora española. Debatían un acontecimiento criminal en Málaga, pero lo interesante era su marco de referencia implícito. El asunto en cuestión era la violación de una mujer con discapacidad mental por parte de un grupo de hombres que la habían secuestrado y llevado a un apartamento; horas después, la policía finalmente localizó a la mujer y la llevó a un hospital. En la discusión hubo dos cosas que me llamaron la atención por su trascendencia para nosotros. Primero, daban por obvio que la policía sería diligente y competente para localizar a la mujer. Segundo, en palabras de una de las participantes del programa, citando de memoria, “pero en qué estaban pensando estos señores: los van a detener en un momento y todos van a acabar en la cárcel”. Ninguna de esas premisas sería posible de asumir en México.
Más allá de crisis, pasajeras o estructurales, la gran diferencia entre un país desarrollado como España y otro como México reside en la calidad del gobierno. Un gobierno tiene responsabilidades elementales que constituyen la esencia de la capacidad de la sociedad de funcionar de manera eficaz y exitosa. Si bien hay muchas definiciones de lo que deben ser esas responsabilidades y diferentes posturas sobre lo que debe caracterizar a la función gubernamental, nadie disputaría lo esencial: la seguridad pública, las reglas del juego para la actividad económica, electoral y política, los servicios municipales, la justicia y la infraestructura tanto física como institucional que se requiere para que un país funcione. Algunos limitarían las funciones gubernamentales a lo básico (“el mejor gobierno es el que gobierna menos”), en tanto que otros preferirían un “estado de bienestar” integral, pero todos aceptarían que un gobierno eficaz es factor crucial para el funcionamiento de un país. En México somos muy dados a entrar en discusiones ideológicas sobre estos asuntos cuando ni siquiera tenemos lo esencial, eso que las personas en el panel de discusión español daban por hecho.
Hablamos de crecimiento económico, competitividad, derechos humanos, justicia y otros atributos y objetivos deseables pero no reconocemos que carecemos de lo esencial –un sistema de gobierno- susceptible de contribuir al logro de los mismos. Se aprueban reformas legales grandiosas que establecen nuevos derechos ciudadanos y, en muchas, nuevas obligaciones para el gobierno, pero no se asume la total incapacidad –física, institucional y financiera- del mismo para lograrlo. Hablamos de corrupción con un tono moralista que haría parecer que nunca vemos un acto semejante y, por supuesto, que jamás hemos estado involucrados en uno. Lo esencial -la estructura, funciones y capacidad de acción del gobierno- no existe o, cuando existe, es muy inferior a lo necesario. Peor si miramos hacia los estados y municipios.
El país enfrenta dos retos fundamentales en cuanto a la función gubernamental. Una tiene que ver con la calidad del gobierno y la otra con su capacidad para procesar conflictos y crear condiciones para una prosperidad permanente. Lo primero tiene que ver con la administración y sus objetivos; lo segundo con la fortaleza de las instituciones y sus contrapesos.
Históricamente, el gobierno mexicano fue relativamente exitoso cuando se ejerció un poder centralizado que imponía su autoridad tanto sobre la población como sobre los otros factores de poder político y administrativo, pero eso era posible antes de la globalización y la red de relaciones mundial que caracteriza a la población en la actualidad. En ausencia de instituciones confiables y de una estructura federal con responsables obligados a rendir cuentas, la historia del país está llena de revoluciones, levantamientos, inestabilidad y/o pobre desempeño económico. No es casualidad que el instinto del actual gobierno federal sea hacia la centralización. La pregunta relevante es si esa centralización será un instrumento o un objetivo: si es instrumento, podría emplearse para construir un nuevo régimen de instituciones que permita una era de estabilidad y prosperidad; si se trata de un objetivo, lo único que logrará será imponer un orden temporal que, como hemos visto tantas veces en el pasado, tiende a ser poco duradero y eso si es que acaba bien.
Por lo que toca a las responsabilidades administrativas del gobierno, hay cosas que funcionan, otras no. Mal que bien, por ejemplo, prácticamente la totalidad de las zonas urbanas del país cuenta con agua potable, drenaje y electricidad. Lo mismo se puede decir de la educación o de la presencia de policías y tribunales a lo largo del territorio. Una conclusión a lo que esto podría llevar es que el gobierno “hace lo que puede” y que si uno observa diversos índices de cobertura, estos han ido mejorando en el tiempo. Otra manera de verlo es que los servicios tienden a ser de muy pobre calidad, el desperdicio es enorme y, en cualquier caso, no conducen a la construcción de un país moderno, con mejores oportunidades de desarrollo para toda la población. Ambas visiones son ciertas y complementarias: tenemos un sistema de gobierno ensimismado, dedicado a satisfacer los objetivos e intereses de sus propios integrantes antes que las necesidades de la población.
El caso de las policías y la administración de justicia es particularmente notable: con muy pocas excepciones, ahí se evidencia una de las mayores carencias –y lacras- de la función gubernamental. El país requiere una radical transformación del enfoque de la función del gobierno: éste tiene que concebirse como garante de las libertades y derechos de la población y como promotor del desarrollo, para lo cual tiene que dedicarse a crear condiciones que lo hagan posible. El gobierno prometió eficacia, algo necesario pero no suficiente: no basta con que “haga que las cosas pasen”; también necesita que se avance el desarrollo. Con el país atorado, éste sería un buen momento para reenfocar la estrategia.
Las instituciones son el medio y la forma a través del cual una sociedad procesa conflictos y crea condiciones para la prosperidad. En contraste con la función gubernamental, las instituciones, para serlo, tienen que ser permanentes, es decir, no depender de la voluntad de una persona. Una institución es fuerte cuando crea reglas del juego a las que todos se ciñen. Esa es la clave: despersonalización y permanencia.
Las integrantes del panel televisivo español daban por hecho que existe un gobierno de instituciones. Eso es lo que nos hace falta: un gobierno que funcione y que no dependa de quien está en el poder.
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