Para Lenin, “la cuestión organizacional yace en el centro de todo”. El líder revolucionario ruso se refería a la forma en que debían organizarse los bolcheviques, pero el principio es igualmente aplicable a nuestra realidad actual. El país lleva años con el timón roto, situación que se ha exacerbado por la baja calidad de nuestros gobernantes pero, sobre todo, por la creciente violencia que atemoriza a la ciudadanía y le resta oportunidades de desarrollo. Lo menos que uno debería preguntar es qué futuro nos depara esta situación.
El tema más impactante es sin duda el de la violencia y la inseguridad. La fragmentación de los cárteles y organizaciones criminales no ha hecho sino elevar el número de muertos pero, sobre todo, incrementar los delitos contra la ciudadanía. Hasta hace algunos años el tema era el robo de vehículos, el narcotráfico, la piratería y otros asuntos todos ellos criminales pero con relativamente poco impacto sobre el ciudadano común y corriente. Todo eso quedó atrás: hoy la ciudadanía padece redadas, secuestros, extorsión y un clima de violencia que genera temor y desazón. Nada más preocupante para una sociedad que esta combinación letal.
La situación objetiva ha generado una enorme controversia política. Las encuestas muestran una amplia mayoría de mexicanos que considera que el país va mal. Muchos de las víctimas y sus familiares claman por soluciones y los políticos en campaña critican al gobierno. Más allá de asegunes específicos (como “hacerlo mejor”, meterle “inteligencia” o una “mejor estrategia”) no hay propuestas que propongan un rompimiento radical con la postura gubernamental. Sin duda, muchos de los críticos tienen razón en que la estrategia de cortar cabezas de las organizaciones criminales no hace sino fragmentarlas y multiplicarlas. Sin embargo, cada que escucho tanto las críticas como las patéticas explicaciones gubernamentales me quedo con la sensación de que hay un enorme deseo de regresar a un pasado idílico más que un reconocimiento de la complejidad de la situación de fondo.
Quizá no haya llamamiento más frecuente que el de negociar con los cárteles o retornar al mundo priista en que había criminalidad pero ésta se administraba y, en lo fundamental, no afectaba a la población. Además de la imposibilidad práctica de adoptar una senda de negociación (¿con quién? ¿cómo se hace cumplir un acuerdo? ¿a cambio de qué?), la realidad es que -digan lo que digan algunos priistas perdidos- los gobiernos no negocian (ni negociaban) sino que establecían reglas del juego y las hacían cumplir. En los años del PRI duro el gobierno era muy fuerte y los narcos no querían otra cosa que mover mercancía de sur a norte. No había tema territorial ni existían armas de alto poder. Algo así existe en países como EU y España donde se tolera la distribución de drogas mientras no haya violencia. Ese mundo desapareció en México por tres razones: primero porque se descentralizó el poder (se “democratizó”); segundo, porque las organizaciones criminales comenzaron a proliferar en el país aprovechando el río revuelto; y, tercero, por la debilidad de nuestras policías y poder judicial en todos niveles, pero sobre todo en el local.
No hay que olvidar que el inicio de esta era de violencia tuvo lugar en el sexenio de Salinas. Calderón puede haber errado en la estrategia específica de descabezar organizaciones, pero el problema viene de atrás y, tengo la certeza, hubiera crecido mucho más rápido de no haber habido una respuesta gubernamental. Pero ahí también yace el problema de fondo: nuestras instituciones no son adecuadas para el reto que confrontan. El sistema priista funcionaba por autoritario, no por institucional y se desmoronó porque ese autoritarismo ya no permitía el crecimiento de la economía, propiciaba crisis frecuentes y padecía una ilegitimidad creciente. La solución no vendrá por la imposición sino por la construcción institucional.
Cinco años después de iniciada la guerra contra el narcotráfico, el saldo es positivo en un aspecto y muy negativo en otros. Es positivo en que los narcos enfrentan a un gobierno decidido y ya no tienen capacidad irrestricta de avance y crecimiento en sus negocios. Es negativo en los números de la violencia, en el rompimiento de los equilibrios locales y, sobre todo, en la proliferación de delitos contra las personas que ni las temen ni las deben.
Visto desde una perspectiva de largo plazo, el país ha tenido dos épocas exitosas: durante el porfiriato y durante una buena parte de la era priista. El común denominador fue la centralización del poder. Díaz centralizó el poder, combatió a los cacicazgos regionales y terminó con décadas de inestabilidad, levantamientos y revoluciones y le dio al país unos años de paz para prosperar. El PRI pacificó al país, mantuvo la estabilidad y logró un equilibrio conducente al crecimiento de la economía. Ambos periodos se colapsaron por sus propias contradicciones y limitaciones. Quienes creen que el camino hacia el futuro reside en la reconcentración del poder -por la vía de un gobierno fuerte desarrollista tipo Miguel Alemán o por la de la represión y manipulación a través de los órganos de seguridad tipo Putin- deberían observar tanto el colapso de los regímenes duros como la prosperidad de los que son democráticos y consolidados. Nadie en su sano juicio podría dudar de la inviabilidad de un intento por reconstruir lo que se colapsó, así sea con ropajes nuevos.
La reconcentración del poder no es salida porque es adversa al crecimiento de las empresas, a la generación de riqueza y al desarrollo de la creatividad de las personas, que es donde yace el desarrollo futuro. La salida sólo puede ser una: el desarrollo de instituciones que le confieran certidumbre a la ciudadanía y a los empresarios e inversionistas. La criminalidad ha crecido porque no tenemos instituciones fuertes -policías, poder judicial, gobiernos locales- con capacidad de acción y que sirvan de modelo y autoridad creíble ante el ciudadano incrédulo. En otras palabras, nuestro problema no es la criminalidad y de violencia sino la ausencia de Estado, ausencia de instituciones gubernamentales competentes capaces de mantener el orden, imponer reglas y ganarse el respeto de la ciudadanía.
Como decía Einstein, de nada sirve la perfección de los medios mientras prevalezca la confusión de objetivos. Lo impactante del día de hoy, y lo preocupante, es el descaro y la audacia de quienes buscan el poder sin reparar en las causas del desorden y los riesgos de que todo continúe en declive. Y, por supuesto, su responsabilidad en el origen del caos que hoy padecemos.
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