Reformar implica cambiar el statu quo y, por lo tanto, entraña la inevitable afectación de intereses. Esa circunstancia crea el contexto en el que se disputa cualquier tipo de reforma en una sociedad, igual en la economía que en la política: quienes suponen que van a perder se oponen y quienes esperan ganar apoyan. En esto no hay nada novedoso; sin embargo, cualquier reforma cuyo objetivo no sea meramente afectar intereses, se traduciría en una mejoría generalizada que acabaría por elevar las oportunidades del conjunto de la sociedad. Es decir, para cualquiera que desea ver más allá de sus intereses próximos, reformar implica oportunidades y posibilidades para todos. Afortunadamente, y a pesar de los avatares cotidianos, ese parece ser el tono del debate dentro del legislativo.
Todas las fracciones parlamentarias han comenzado a presentar sus respectivas agendas y ha habido contacto y negociaciones entre el ejecutivo y los partidos en temas tan variados como el fiscal, el energético e incluso han avanzado en crear un marco para negociar lo que se ha dado en llamar “reforma del Estado”. Evidentemente, cada parte involucrada en este proceso tiene posturas, objetivos e intereses distintos, pero lo sorprendente es que, al menos a nivel declarativo, los objetivos en muchas de estas áreas son cada vez menos distantes. Más allá de la retórica, es evidente que el establishment político reconoce que, tras una década infructuosa, los costos de no actuar son mucho mayores que los que se derivan de afectar intereses de corto plazo.
¿Estamos frente a un escenario que debe inducir nuestro optimismo? Sin duda, el hecho de que se discuta de manera abierta y más o menos analítica la necesidad de atacar problemas fundamentales (pensemos en el tema del petróleo como ejemplo) representa un cambio fundamental respecto al pasado. No menos importante es la presencia del PRD en las discusiones y su deseo de contribuir en el proceso. Aunque es reprobable la forma en que el PRI intenta seducir al PRD (a través del embate contra el consejo del IFE) para que participe en las diversas reformas, el fondo del tema es el mismo: todo mundo reconoce la necesidad de actuar y muchas de las danzas que observamos no son sino formas de enfrentar los dogmas partidistas para liberar a cada grupo político de sus demonios y hacer posible su activa participación en el proceso.
Todo ello sugeriría que hay buenas razones para ser optimistas sobre el futuro y por esa razón sería bueno reconocer los riesgos inherentes a lo que hoy estamos viviendo, porque no es un proceso muy distinto, aunque los actores sí lo sean, al que experimentamos hace casi dos décadas. Trazadas las grandes líneas y los grandes proyectos, viene la etapa del aterrizaje en la vida real y ahí comienzan los problemas.
Por un lado, los grandes objetivos esconden el hecho de que para llegar ahí es necesario afectar intereses; aunque esto es evidente en concepto, eso no hace más susceptibles a esos intereses para apoyar el proceso. Por otro lado, los grandes planes tienen la virtud de que invitan a sumarse, participar y gozar del esplendor que inevitablemente caracteriza a la retórica florida (como vimos esta semana), pero una vez metidos en los detalles, tienden a ganar los deseos sobre las realidades, las preferencias sobre la dinámica económica y política y el voluntarismo sobre la furia de los mercados y de los intereses particulares de cualquier naturaleza.
Hace dos décadas, los gobiernos reformadores trajeron una nueva visión del mundo, una ambiciosa propuesta de reforma y transformación. Avanzando poco a poco, lograron envolver a la población en su optimismo y sentaron las bases de una nueva realidad política y económica. Si bien no tengo la menor duda de que México está mejor hoy de lo que hubiera estado de haberse seguido una ruta alternativa (entonces o más recientemente), nadie con la mínima sensatez puede echar las campanas al vuelo y pensar que hemos resuelto nuestros problemas fundamentales. Tenemos una mejor plataforma para el crecimiento de la economía, pero ésta no ha crecido a los ritmos que sería necesario para enfrentar esos problemas, ni hemos llevado a cabo el tipo de transformaciones que haría posible la construcción de una sociedad menos desigual en la que todo habitante tenga la misma oportunidad de desarrollarse.
Como los gobiernos de entonces, los partidos y legisladores de hoy traen proyectos ambiciosos y planteamientos razonables y atractivos. Y por eso debemos ser cautelosos, porque no hay nada en esa retórica que sugiera que poseen una mejor comprensión de los intereses que enfrentarán o de la complejidad de los mercados políticos y económicos que tendrán que procesar las reformas y llevarlas a la práctica en los lugares más recónditos del país. El riesgo hoy, como antes, es que, en la feria de los grandes planes, se pierda de vista el hecho de que lo que modifiquen los legisladores impactará la forma de decidir de millones de ciudadanos, quienes actuarán de acuerdo a los dictados de su mundo individual, sin reparar en el altruismo de quienes impulsaron las reformas.
Suena muy bien la idea de resolver los problemas de PEMEX, pues todo mundo sabe que el petróleo es central, al menos en términos financieros, y sigue esperando que algún día se materialice la promesa de convertir a esa industria en un pilar del desarrollo económico. Todo eso es lógico, pero suponer que los mexicanos (o, para el caso, los extranjeros) meterán un centavo de sus ahorros en una industria dominada por intereses sindicales y burocráticos sin control de la toma de decisiones, significa vivir en la negación. Lo mismo es cierto para el consejo del IFE: sin duda, el actual dejó mucho que desear en las elecciones pasadas, pero se le están cargando culpas de las que —todo mundo sabe— no es responsable. Muchos legisladores suponen que no pasa nada si se cambia al IFE: deberían pensarlo dos veces porque el mexicano de a pie verá en su actuar la solidez de las instituciones y actuará en consecuencia.
A final de cuentas, las reformas que vengan dependerán de la responsabilidad de los legisladores. No hay manera física ni conceptual de obligar a toda una población a hacer lo que un político quiere, ni se pueden diseñar reglas para toda contingencia. En lugar de grandes planes, nuestros legisladores nos harían (y se harían a sí mismos) un gran favor si generan un entorno que permita que todos los mexicanos actuemos de manera responsable. Podrían comenzar ellos mismos en el congreso reconociendo la naturaleza humana y actuando de manera congruente con esa circunstancia.
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