¿Cómo es la relación con el poder en México?
El periodista Alexander Woollcott cuenta que le preguntó a Chesterton sobre su visión de la diferencia entre poder y autoridad. “Si un rinoceronte fuera a entrar a este restaurante en este momento, nadie podría negar que de súbito adquiriría un enorme poder. Pero yo sería el primero en levantarme para asegurarle que no tiene ninguna autoridad”. Así es la relación del gobierno con los mexicanos: mucho poder pero poca autoridad. La autoridad se gana en las urnas y, luego, en el ejercicio cotidiano de la función gubernamental.
En México, llevamos décadas de pobre desempeño gubernamental producto, en buena medida, de un sistema de gobierno que ha dado de sí y que ya no satisface los requerimientos de un país tan grande, diverso y conectado al mundo. En lugar de resolver los problemas, hemos buscado subterfugios para no hacerlo o, en contadas excepciones, adoptado mecanismos para aislar determinados asuntos (como la inversión del exterior) de la naturaleza errática de nuestros gobernantes. Esos instrumentos han permitido navegar a través de los problemas cotidianos, pero le impiden al país dar el “gran paso” hacia un nuevo estadio de desarrollo.
¿Por qué a pesar de reformas diveras, no se ha dado ese gran paso?
Ilustrativo del problema es el hecho que llevamos más de 40 años reformando diversos aspectos de la vida nacional pero no hemos logrado resolver el corazón de la problemática. Con esta afirmación no pretendo menospreciar las reformas que se han emprendido desde los 80, negar los extraordinarios avances que se han logrado o ignorar la dificultad de enfrentar problemas ancestrales e intereses intrincados. El planteamiento es que no se pueden lograr los objetivos que se han perseguido a través de ese conjunto (disímbolo) de reformas sin que se modifique la estructura de gobierno, porque mucho de lo que impide la consecución de las reformas y su éxito se remite a la forma de funcionar del sistema político.
Para comenzar, el sistema fue concebido, construido y administrado desde la lógica de un poder concentrado, en control pleno del país y con disposición a emplear la fuerza para acallar cualquier disidencia, así fuera esto excepcional. Esa caracterización del sistema fue válida por unas cuantas décadas a partir de la creación del PNR en 1929, pero su propio éxito la fue alterando. 85 años después, la sociedad mexicana en nada se parece a la de entonces: su tamaño, diversidad, conocimientos, conexiones internacionales y dispersión geográfica son radicalmente distintos.
¿Cuál es el riesgo de que no suceda esa transformación del sistema?
El problema no es que el país se pudiera desquiciar de un momento a otro, sino que no logra salir de su letargo, por más que se han hecho intentos de la más diversa índole: reformas económicas y políticas, alternancia de partidos en el poder, adopción de mecanismos externos para conferir garantías y nombramiento de funcionarios ciudadanos o de partidos diversos a funciones sensibles. El paso del PAN por la presidencia o del PRD por el DF son ejemplos convincentes de que el sistema perdura independientemente de quien esté nominalmente a cargo. En esta circunstancia, no es casualidad que los enfoques cambian pero los problemas permanecen. El gobierno que prometía eficacia con un convincente historial de desempeño se atoró a la primera de cambios porque no existen los mecanismos idóneos para que interactúe la presidencia con los partidos políticos y los gobernadores pero, sobre todo, con la ciudadanía.
Una reforma del poder sólo funcionaría si es resultado de una negociación que no sólo involucre a las partes relevantes, sino también –y, principalmente- a la ciudadanía. Es decir, para que goce tanto de legitimidad como de defensores a lo largo y ancho del país requeriría de un sustento virtualmente universal. En una palabra, tendría que ser fundacional.
¿Cuál es la visión necesaria para este tipo de reforma?
Hace algunos meses un político de la (muy) vieja guardia hacía una reflexión que podría orientar la discusión respectiva. Su punto de foco era la ausencia de un sentido claro de lo que podría llamarse el “interés nacional” para fines del desarrollo. Afirmó que por muchas décadas hasta los setenta existió la llamada “secretaría de la presidencia” que tenía funciones de planeación y presupuesto, pero también de confección de leyes. El director jurídico de aquella entidad operaba como abogado de la nación, en el sentido que velaba por el conjunto. Aunque se trataba de la era monopartidista, el concepto que describía era significativo: cuando se desmantela esa secretaría, la función del director jurídico pasó a la casa presidencial y, con ello, cambió radicalmente. Mientras que antes veía al conjunto y procuraba fomentar estructuras institucionales sólidas, ahora pasó a ser el defensor de los intereses y asuntos del presidente. El fenómeno se exacerbó en la medida en que la sociedad se hizo más compleja y aparecieron partidos de oposición que se negaron a aceptar que la visión presidencial equivalía a la de la nación.
El mensaje del político era muy simple: los problemas son cada vez más complejos y no se pueden resolver con medidas parciales; urge pensar en grande, construir una nueva plataforma institucional que atienda y resuelva los temas medulares que el país enfrenta y que son fuente de eterno conflicto: desde lo electoral hasta el funcionamiento del poder legislativo, la corrupción y la tortura. Es decir, lo imperativo es construir la estructura institucional del siglo XXII, dando un salto cuántico que permita olvidar las rencillas de hoy y haga posible la consolidación de un país moderno que crece, cuida a su población y aprecia a su gobierno.
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